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En tránsito

Por Inés L.

 

Camino por la Avenida Córdoba para el lado contrario a mi casa. Esquivo entre un sinfín de personas, puestos de vendedores ambulantes con verduras, bijouterie, accesorios de celulares, y mesas improvisadas con cajas de productos de saldo que los locales dejan en la puerta. El humo que se desprende de los autos más viejos se mezcla con el humo de garrapiñada que ofrecen en las esquinas. Tomo una Coca-Cola y fumo un cigarrillo. El sol de a ratos no me deja ver. El caos de la ciudad coincide con mi caos mental. Voy con el ceño fruncido mientras repaso en mi mente la conversación que tuve con el Doctor M.

 

En la consulta, le conté que hacía más de un mes que tenía el resultado del análisis de sangre, y que no le había prestado atención hasta que por alguna razón lo había revisado. Un valor estaba por encima de la norma. Le comenté que había escrito las siglas “FSH” en internet y que había encontrado la palabra infertilidad, médicos hablando de malos pronósticos y foros de mujeres con historias devastadoras. Esperé que el  Doctor M.  dijera que el escenario catastrófico imaginado era un error, que se riera de lo loca que estaba, que me dejara ir tranquila; deseando que volviera a funcionar mi método de cabecera: pensar lo peor para no sorprenderme con lo inesperado. Lo miré a los ojos con una media sonrisa para que me devolviera una sonrisa más grande que me aliviara. Pero eso no pasó.

 

El Doctor M. era alto y delgado, o al menos eso parecía por su cuello largo. Su timidez lo hacía parecer un poco infantil. Me llamó la atención la incomodidad con la que recibió mi consulta. Después de moverse en su silla varias veces me dijo algo que aún resuena en mi cabeza. 

 

-Esto es como ver a un hombre con una gorrita en la puerta de un banco. Puede ser un ladrón o no. Es sospechoso.

 

Carol era la coordinadora de un jardín de infantes donde trabajé cuando terminé la secundaria. Eficiente, rígida y cálida. Por un error me suspendió y después me pidió perdón en su oficina. Ese día hablando de los chicos, le dije: “Ya vas a tener los tuyos”. Con los ojos llenos de lágrimas me respondió que no, que no podía. Me quedé muda. No hablé más con ella sobre el tema. Pienso ahora en Carol y son mis ojos los que se entristecen. ¿Me acabo de enterar que no voy a poder tener hijos? 

 

Al Doctor. M. le detallé muchas razones por las que seguramente estaba equivocado. Le conté que me venía todos los meses. Le aclaré que solo tenía treinta y cinco años. Le dije que nunca antes había aparecido un problema en los controles ginecológicos que realizaba todos los años. Pero no encontré palabras tranquilizadoras. Me repitió que era una sospecha, tratando de cerrar la conversación. Por su manera de evadir el tema, por sus palabras cortas, por sus ojos que intentaban escaparse por la puerta, entendí que era un tema difícil de abordar. Sin encontrar las palabras que esperaba fui un poco más lejos.

 

-Si no te hubiese preguntado qué significaba esta hormona, ¿me hubieras advertido que podría representar un problema de fertilidad? 

 

Para mi sorpresa confirmó su incomodidad respondiendo:  No lo sé. 

 

Este hombre había formado su carrera en un hospital público de alto prestigio donde seguramente había tenido que dar malas noticias a sus pacientes. ¿Por qué le costaba tanto hablar conmigo de este tema?

 

Trabajé muchos años en una industria donde no era habitual que hubiera mujeres en ciertas áreas.  Celina era una de ellas. La única en un equipo de seis hombres que trabajaban al lado de mi escritorio. Nos separaba apenas un panel. Escuchaba sus conversaciones a diario del otro lado del muro. A veces le prestaba atención y otras  solo escuchaba el murmullo.

 

Ellos hablaban y reían la mayor parte de la jornada. Un día, en medio de una charla, Celina dijo: Yo no tuve hijos. Me sorprendió que hablara en pasado. Después aclaró: Tengo treinta y cinco años. Por primera vez hubo silencio. Juan, uno del equipo, hizo un comentario nervioso y nadie se río. Esa mañana se sintió más larga que siempre. Fue la misma Celina que me dijo cuando cumplí veintidós años que ella recordaba muy bien ese cumpleaños. Me decían dos patitos, comentó. Parecía extrañar su juventud. ¿Tal vez era cierto que a los treinta y cinco años ya era tarde para pensar en un bebé?

 

Me quedan dos óvulosdijo JosefIna y se rio sarcástica mientras soplaba las velitas de una porción de torta en el almuerzo. Festejaba treinta y tres años  y en ese momento era la única mujer que ocupaba un cargo directivo. Se había separado hacía poco de su pareja porque él no quería tener hijos. Toda la mesa se rio, algunos medio nerviosos. A mí me dio gracia, no lo tomé en serio. Tenía veintiocho años y nunca había tenido problemas ni con mis  hormonas ni con mis ciclos, pero principalmente no estaba en mi cabeza tener hijos. Por eso, cuando Victoria de veintiséis me contó que su novio le había propuesto empezar la búsqueda, me pareció una locura. Casi tan loco como cuando entró Clara a dirigir el área de investigación y contó que iba a congelar óvulos. Clara come chicles de Londres, me dijo un amigo haciendo referencia a que era una chica moderna. En su momento solo me hizo reir y no pregunté más. Hoy, que había cambiado de trabajo a otro rubro, tenía más tiempo para pensar en formar una familia.  Pero no iba a ser tan fácil como había creído.

 

Freno en un café. Me siento en unas sillas incómodas, negras, el menú está forrado con plástico y tiene a la vista las fotos de los platos. No funciona el aire acondicionado y en una tele pasan un partido de fútbol. Repaso qué ideas se me cruzaron por la cabeza durante todos estos años respecto a la maternidad y por qué no me había preocupado antes. Pido otra Coca- Cola y un tostado. Miro a mi alrededor y noto que la mayoría de las mesas están ocupadas por personas que están solas. Algunos miran el partido, otros por la ventana. El piso está sucio. Necesito hacer tiempo. No quiero volver a mi casa. Estar entre desconocidos me deja permanecer inmóvil mientras repaso la noticia.

 

Un mozo se acerca a preguntarme si hubo un problema con el plato. Me doy cuenta de que no comí nada. Cuando me ve los ojos rojos, me ofrece agua y me trae a escondidas unas galletitas que usan para acompañar el café. Me siento más sola que nunca y le sonrío. Las servilletas de papel no secan.  Me palmea el hombro cuando se va. Quiero tirarme al piso y hacerme una bolita, pero pago mi cuenta y salgo. Lo llamo a mi papá y no me atiende el teléfono. Las luces de los edificios empiezan a prenderse. ¿A dónde voy ahora? ¿Cómo va a ser mi vida a partir de hoy?

 

Tomo la avenida en dirección a mi casa, mientras el sol se ibaescondiendo entre los edificios. Empiezo a entender que nunca me voy a olvidar de este día, que de la infertilidad no se habla y que para todos es algo devastador. Trato de recordar las veces en que pensé en la posibilidad de tener hijos. No tengo ningún recuerdo, solo una charla ¿Tal vez premonitoria? 

 

Estábamos en un bar con amigas. Como tantas veces, pasamos la noche jugando al “¿Qué elegís?”, donde una persona plantea dos situaciones hipotéticas. Ambas opciones son muy difíciles o muy buenas. Hay que elegir una sí o sí. Después de reírnos durante un buen rato, me sorprende el silencio de la mesa después de una consigna que inventé en el momento. ¿Qué elegís? ¿Tener un hijo con los óvulos de otra mujer en tu panza o que otra mujer lleve adelante un embarazo con tu óvulo?

 

Básicamente planteé elegir entre subrogación de vientre u ovodonación. Esta conversación se había dado diez años atrás, ¿ya conocía estos métodos o solo fue una divagación? No me acuerdo. Solo sé que yo dije que elegía llevar el embarazo. Magui miró para abajo, Ana empezó a jugar con los cubiertos. Pamela dijo: no sé y se prendió un cigarrillo.  Vicky volvió a cargar su copa de vino y Laura se quedó el resto de la noche con la mirada fija hacia un costado.

 

Suena mi teléfono, ya es de noche y tengo un poco de frío porque no traje abrigo. Es mi papá. Le cuento lo que me había dicho el médico. Devuelta el silencio del otro lado del teléfono. 

 

-Lo siento, dice, después de una larga pausa. Un pésame.

 

-¿Qué opinas de la ovodonación? ¿Te parece muy loco? le digo.

 

-No. Lo que sea.

 

Doblo y me meto por una calle sin pensar. Nunca vuelvo por ahí. Freno en una esquina. Hay una cuadra que no es de asfalto, tiene adoquines, casas bajas y mandarinos. Es la primera vez que la veo.  Pienso en quedarme solo un rato. 

 

Llego a casa. Martín duerme. Mañana le cuento.

 

 

 

 

 

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