Imposible
Por Vanesa Fiscella
La primera vez que lo vi, después de decirle “Hola”, pregunté: ¿Es nene, no? La partera y otros profesionales que estaban en la sala de partos se rieron y me confirmaron que Joaco era nene. Estaba preocupada de que la ecografista se hubiera equivocado y me preguntaba qué iba a hacer con toda la ropa que tenía, el cuarto decorado de celeste.
Joaco estaba en mis brazos.
Después de la anestesia hablé por teléfono con mi mamá y le dije: “Tengo miedo, ma”, con la voz entrecortada y lágrimas en los ojos. Mi mamá me dijo: “Va a estar todo bien. Vos podes”. Claro que podía, podía con eso y mucho más… Me habían dicho que era imposible que fuera mamá de la manera que yo quería , ¡y pude! A las 2.23 de la tarde del lunes 27 de noviembre de 2017 mis miedos, mis fantasmas, mis angustias habían desaparecido, porque Joaco llegaba para demostrarme que si bien el camino no había sido fácil, aferrarse a un deseo con el corazón en la mano fue más fuerte que cualquier diagnóstico.
En ese momento no sentí otra cosa más que amor y orgullo. Quería salir a gritar por la ventana de la clínica: YO PUDE.
***
Con mi marido, Daniel, estábamos decididos a emprender la búsqueda de nuestro primer hijo. Iba a ser muy fácil: visitaba a mi médico para que me ordenara los controles y me recetara el ácido fólico, dejaba las pastillas anticonceptivas, relajaba la mente y dejaba todo en manos de Dios. “Que sea cuando Dios quiera” decía, muy sueltita, repitiendo esa famosa frase casi de memoria.
Habían pasado unos meses y mi cuerpo empezó a dar señales de que algo no estaba funcionando. Esperaba ansiosa verlo a Andrés, mi ginecólogo, para que me dijera que yo estaba respondiendo de esa manera por haber dejado los anticonceptivos. ¿Qué otra cosa podía ser? Andrés leyó los estudios y me dijo: “Vane, está todo bien salvo una hormona. La FSH está un poquito alta. Esto es una foto, si la foto se repite y se forma una película, vamos a emprender otro camino”. ¿Qué me quería decir Andrés con otro camino? Estaba confundida. Iba preparada para escuchar otra cosa. Tenía miedo de seguir hablando, tenía miedo de saber más, por eso no preguntaba mucho. Solo le pregunté en cuántas semanas debía repetir el análisis.
Cuando me levanté ese día, no sabía que iba a ser tan importante. No sabía que ese día iba a ser el primero de muchos llantos. No sabía que desde ese día iba a zambullirme en un nuevo mundo totalmente desconocido y lejano para mí. Esperamos un mes para repetir el análisis y fuimos juntos con Daniel a la consulta con Andrés. La FSH no solo no había bajado, sino que el valor se había duplicado. No era una buena señal. Andrés nos contó un poquito acerca de lo que significaba una FSH alta. Los ovarios no estaban funcionando normalmente y yo no estaba ovulando.
***
Era 28 de marzo de 2016. Teníamos cita en el centro de fertilidad a las 10 de la mañana con un especialista, Marcos. Para poder empezar a hablar, le di la mano a Ebu (como le dicen a mi marido) y conté brevemente la historia hasta llegar ahí. Lo que vino después fueron días de espera, de nerviosismo, de estar viviendo, pero con la sensación del sin sentido. Iba en automático. Sin embargo, el día en que me hice la histerosalpingografia no fue uno más. Nadie me había contado de qué se trataba ese estudio. Yo tampoco había preguntado. Solo sabía que servía para analizar las trompas. Hasta ese momento, creo que no había vivido una situación de tanta exposición, de tanto dolor físico, de tanta soledad, donde lo único que me decían era: “Falta poquito, aguanta que ya casi estamos”. Se me caían las lágrimas del dolor, de la vergüenza, de lo sola que me sentía acostada en esa camilla dura y fría. Quería taparme, esconderme, que alguien me diera la mano.
Llegué a mi casa sintiéndome chiquita, desprotegida. Sentía que por unas horas había perdido la dignidad. Me sentía un envase, vacía. Estaba perdida y, de vez en cuando, volvía a sentir algún dolor que me recordaba la experiencia de angustia que había vivido hacía unas horas.
A la semana siguiente me entregaron el resultado de la hormona antimulleriana. El 15 de abril de 2016 para nosotros no fue un día más. No solo fue el día en que nos confirmaron mi diagnóstico de baja reserva ovárica. También, aquel 15 de abril, la palabra IMPOSIBLE detonó todas mis expectativas e hizo que mi mundo se cayera al subsuelo. Una palabra que condicionó mi cabeza y mi cuerpo. Una palabra con mucho poder y que hoy puedo decir que fue usada sin saber el impacto que puede tener en el otro. Ese día nos dijeron que mis ovarios no funcionaban bien y, por lo tanto, mis óvulos no tenían la calidad suficiente como para generar un embrión, ni un embarazo. Nos dijeron que era casi imposible que quedara embarazada de la manera convencional, que teníamos un 5% de probabilidades de lograrlo. Nos dijeron que teníamos que ir directamente a un tratamiento de alta complejidad y que no podíamos seguir perdiendo el tiempo. Nos dijeron, que existía el riesgo de que el bebé se desarrollara con algún inconveniente o tuviera alguna patología porque, claro, mis óvulos eran viejos y de mala calidad. Ese día nos hablaron de lo nuevo: la ovodonación. Nos dijeron que con este método teníamos un 70% de probabilidades de lograr el embarazo, pero que teníamos que anotarnos en una lista de espera. A medida que Marcos hablaba, yo me hacía cada vez más chiquita y me sobresaltaban un montón de preguntas: ¿Esto es culpa de los anticonceptivos? ¿Cómo me voy a enterar a los 32 años que las mujeres nacemos con una cantidad de óvulos determinada? ¿Esto no se podía haber previsto y evitado? ¿En mis controles anuales esto no se vio? ¿Andrés se equivocó en algo? ¿Por qué no me analizaron esa hormona antes? ¿Ovodonación? ¿De qué me están hablando? ¿Por qué me está pasando esto a mí? Trataba de buscar un culpable. Buscaba una respuesta al dolor que estaba sintiendo en ese momento. Buscaba sanar rápido esa angustia inesperada. Pero claro, eran todas preguntas sin respuesta. Y me volvía a preguntar: ¿Cómo sigo ahora mi vida?
***
Llegó el momento de empezar el primer tratamiento. Después de varios días de inyecciones, análisis, ecografías y controles, llegamos al día de la punción con un folículo. Al rato, me desperté con lágrimas en los ojos como si mi cuerpo ya supiera lo que Ebu me iba a decir. No había sido un sueño. Marcos había pasado por la sala de recuperación para avisar que seguramente el tratamiento se cancelara porque el óvulo extraído era de calidad muy baja. Y así fue.
En agosto del 2016, empezamos el segundo tratamiento, Fecundación In Vitro (FIV). Estábamos mucho más cancheros. ¿Qué podría salir mal esta vez? Me transfirieron dos embriones. Tenía dos embriones adentro mío. Era obvio que uno, por lo menos, iba a prender.
A los diez días empecé a tener dolores menstruales. Al rato tuve una pérdida muy chiquita. Automáticamente pensé: “Es el dolor y el sangrado de implantación”. Yo estaba tan segura de que iba a quedar embarazada que no dejaba lugar a la duda. A las seis de la tarde me llamó Marcos para avisarme que el resultado de la beta era negativo. El mundo se paró. No entendía qué estaba pasando. La angustia, el llanto, el dolor, las preguntas, las dudas se apoderaron de mí otra vez, pero de manera exponencial. ¿Por qué a mí? ¿Qué había hecho mal? ¿Sería verdad que era imposible que quedara embarazada con mis propios óvulos entonces? Sentía que lo había dado todo y no había sido suficiente. ¿Cómo iba a continuar si no tenía más fuerzas? ¿Qué más tenía que hacer?
Marcos nos indicó no continuar con una FIV y nos sugirió que el próximo paso fuera la ovodonación.
Ahora sí empezaban nuevas preguntas: ¿Busco otro profesional? Andrés confiaba mucho en él. Pero, ¿y si se equivocaba? ¿Cómo busco a alguien que opine distinto y quiera seguir intentándolo? ¿Y si me rindo y en el último intento funciona? Pero, ¿Cómo sé cuál es el último? ¿Ovodonación? ¿Sería mi hijo?
Estábamos perdidos. Nos levantábamos y trabajábamos porque sí. No teníamos rumbo. Así que decidimos darnos un descanso. Sin querer, en una reunión que tuve con una clienta nos encontramos hablando de su infertilidad y de cómo ser mamá. Me dijo: “Andá a ver a Elena”.
Elena me escuchó, leyó mis estudios e historia clínica y me dijo: “¿De verdad hicieron todo esto en tan poco tiempo? Vanesa, vos no estás para ovodonación. Te propongo empezar de cero, e ir avanzando de a poco. Empezamos con estimulación, después hacemos una inseminación y por último volvemos a la FIV”.
No me salían las palabras. Sentía que el cerebro se me había trabado. No podía pensar. ¿Acababa de escuchar a alguien que me estaba dando la esperanza que buscaba? Y agregó una frase que me marcó en el nuevo camino: “No necesitamos muchos óvulos, necesitamos uno bueno. Hay que encontrar ese óvulo bueno que tenes dentro tuyo». Así como en aquel momento la palabra “imposible” fue determinante, esta vez esa frase fue mi motor.
Antes de empezar los tratamientos, nos fuimos de vacaciones a Salta. Yo había escuchado hablar de la Virgen de Salta: la Virgen del Cerro, Maria Livia y de las misas especiales de los sábados.
A media que Maria Livia se acercaba, mi corazón se aceleraba. Quería estar presente cuando llegase mi momento. Quería mirarla a los ojos y hablarle sin palabras. Quería implorarle. Quería que fuera perfecto mi momento. Y así fue. Fue veloz. Fueron segundos, pero mi cuerpo se calmó y mi mente se silenció.
***
Volvimos a Buenos Aires y empezamos tratamientos de baja complejidad que no dieron resultado.
En marzo del 2017, empezamos la primera FIV con Elena. Ella me hizo vivir la transferencia con mucha naturalidad. Me presentó a todo su equipo. El anestesiólogo, que había conocido en la punción, estaba al lado mío dándome la mano. El clima dentro de la sala era de alegría, todo descontracturado, había risas. ¡Llegó la bióloga con los embriones y hasta hicieron chistes! Viví la transferencia siendo protagonista del momento. Me pusieron la pantalla a disposición para que yo misma viera cómo los embriones eran transferidos adentro mío. Fue una luz veloz. Un rayo blanco que quedó en mí. Ahora restaba esperar quince días para la famosa beta espera.
El día del resultado, decidimos con Ebu ir a trabajar, pero a las 17 horas nos encontramos en la iglesia que estaba a dos cuadras de nuestra casa: la de la virgen de Lourdes.
Me daba vergüenza llamar al laboratorio, pero llegó un momento donde ya no tenía ningún tipo de control sobre mí y aún antes de encontrarme con Ebu, decidí llamar. Me atendió una chica muy simpática que me dijo que el resultado ya estaba listo, pero que faltaba la firma del bioquímico. Me preguntó: ¿Querés que te lo adelante por teléfono? Me quedé muda unos segundos en los cuales se cruzaron todo tipo de pensamientos: ¿Y si me dice que es negativo y estoy sola?¿Y si me dice que es positivo y estoy sola?¿Si me lo quiere decir es porque es bueno el resultado? No creo que quiera darme una mala noticia ella. El resultado era positivo: 2544.
Joaco llegó para mostrarme el valor de las palabras. Palabras que pueden condicionar el accionar y cómo vivir cada situación. El peso de un “imposible” no es el mismo que el peso de un “improbable”. Joaco llegó para hacerme dar cuenta de que cuando el resultado es muy grande y valioso, vale la pena mover cielo y tierra y no rendirse.
Confiar en mí misma, seguir esa intuición que tenía adentro mío fue una de las piezas principales en esta historia. Dejé de hacerme preguntas sin respuestas, hacérmelas me nublaban y me estremecían el corazón. Dejé de lado la obsesión por el control y la ansiedad que ello me representaba y empecé a centrarme en lo que estaba a mi alcance: la hora de la medicación, mejorar mi calidad de vida, rodearme de personas que me hacían bien y alejarme de aquellas que sentía que no, cuidar mis pensamientos, elegir respetarme. Sin darme cuenta, empecé a empoderarme, a sentirme la protagonista de mi vida, la protagonista del resultado que buscaba y de cómo lo quería lograr. Parar, tomar un descanso y escucharme no fue rendirme. Fue fortalecerme y tomar impulso en busca de ese sueño.
Hoy Joaco, con cinco años, tiene a su hermanito Santiago de dos. Santi llegó en medio de una pandemia inesperada, al igual que la noticia de su presencia. Vino a derribar también el significado de la palabra imposible y a desafiar a la ciencia. Sí, los milagros pueden tomar un poco de tiempo y, en mi caso, atreverme a confiar y ser fiel a lo que yo sentía me mantuvo con la esperanza en la mano en busca de mi deseo: que me llamen MAMÁ.
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