Rosario, mi cuna.
Por Vanesa C.
Me encanta levantar vuelo, remontar remolinos y recorrer kilómetros. Suelo cambiar de dirección y velocidad. Puedo ser una suave brisa o transformarme en un vendaval.
En cada movimiento percibo la textura de las hojas, la corteza áspera de los árboles y las espinas de las rosas. Traslado aromas y arrastro el follaje seco de otoño.
En simples palabras me defino como un alma trotamundos ejerciendo la profesión de ráfaga de viento.
Una tarde de lluvia y luego de una larga meditación, me di cuenta de que necesitaba un cambio, tenía un nuevo propósito a seguir; dejaría atrás los días turbulentos e intensos. Esta energía que fluía debía transformarse. ¿Asentarme en un lugar? ¡Tal vez!… como quién dice, echar raíces. ¿Pero dónde? ¿Cómo?
Al compartir estos interrogantes con compañeros de camino, algunos se animaron a confesar que ya habían pasado por mi estado de reflexión y estaban a la espera ¿De qué? “A la espera de ser convocados”.
Me invadieron días de mucha confusión, hasta que un amigo, uno muy especial, me dio una respuesta:
“El deseo es el corazón de la existencia humana. Al nombrarlo, se crea y engendra, una nueva presencia en el mundo. Los acontecimientos podrán darse de innumerables formas y esperar es la especialidad del mediocre. Si quieres desafiar el destino, deberás ser valiente, elegir a tus padres y anidar este deseo.”
Sus palabras me atravesaron, estaba ante un codiciado secreto para acelerar mi transformación. Confieso que lo primero que sentí fue mucho miedo, pero lo siguiente fue ponerme en acción.
Todavía no llegaba el invierno, pero el frío se hacía sentir. Eran las 17:30 y recorría una ciudad con un gran puente, el agua del río era marrón. Sentí la tentación de seguir la calle que lo costeaba. Crucé un estadio de fútbol, un barquito de papel, una cadena de pinos petisos y silos de colores. Llegué a un monumento gigante de mármol.
Las personas que paseaban estaban muy abrigadas: camperas, bufandas, gorros y tapabocas. Las conversaciones eran inentendibles. Me animé a acercarme a alguien para escuchar; la envolví en un soplo de viento y lo que siguió fue una catarata de estornudos y tos. Todos los presentes se dieron vuelta a mirar, sentí que me atravesaron miles de flechas. Algunas juzgaban, otras transmitían preocupación. Por un instante creí que había sido descubierto y aceleré mi paso.
Una rotonda me desvió hacia una avenida de la ciudad, ya se encendían las luces y se sentía la noche. Vidrieras, mucho tránsito y murmullo. Estaba recorriendo la famosa calle Pellegrini. A pesar del frío, todos los bares tenían mesas y sillas en sus veredas y paradójicamente la gente estaba ahí y no dentro del local.
Para elegir tenía que poder escuchar las conversaciones, saber cuáles eran sus intereses, gustos, sueños. Fue así, que di con ellos.
Sentados en un bar con nombre italiano, hablaban de viajar. Se miraban y sonreían. Me dediqué a bailar entre los dos, intercambiando sus perfumes. Creo que no sentían frío, aunque estuvieran a la intemperie. Los envolvía la energía de dos enamorados en su primera cita.
Pasé los segundos, minutos y horas escuchando lo que cada uno contaba de sí mismo. Ellos intentaban encantarse y sin que lo supieran, yo estaba ahí enterándome de todo. Hasta sentí cosquillas y me sonrojé cuando dijeron que querían tener “hijos”. Experimenté celos porque hablaban en plural. ¿Hermanos?
Lo que más me interesó eran sus sueños de viajar; yo quería echar raíces, pero no podía ignorar mi esencia. Mi objetivo estaba cumplido, ellos serían mis padres. Si alguien me traía el contrato, habría firmado ahí mismo.
Terminada la cita comenzaron a caminar. Mantuve la calma y decidí seguirlos. Él estaba en el auto y le preguntó si la podía llevar. Conocer sus direcciones era una garantía de volver a encontrarlos. El viaje fue corto, cruzamos un laguito de aguas saltarinas, un rosedal y mucho verde.
Se saludaron entre miradas y sonrisas, con un tímido beso en sus cachetes.
“¡¡¡Listo: tengo ambas direcciones!!!”, pensé.
Seguir recorriendo la ciudad coronaba un día memorable. Me sentía ágil, daba tumbos; podía ir y venir de punta a punta por todas las avenidas, pero lejos de ser mi energía, algo extraño ocurría. No había personas caminando, ni bicicletas, motos y autos. Parecía una especie de paréntesis en una historia de suspenso.
El silencio de la ciudad se tornó insoportable. De repente se escuchó:
“GOOOOOOOOLLLLLLLLLLLLLLLL” repetían y gritaban distintas voces. La misma palabra, todos al unísono, algo demencial: GOL, GOL, GOL. Siguieron bombas de estruendo, bocinas de autos que aparecían y formaban una caravana. Yo sobrevolaba entre la multitud, adrenalina y pasión.
“¡Todos festejaban conmigo! Pronto seríamos felices y comeríamos perdices”, me dije.
Al día siguiente, al acercarme al lugar a curiosear, la tapa de un diario plantada frente a la entrada de un edificio me reveló que tanto escándalo era porque Argentina era campeón de la Copa América. Un País entero había celebrado la victoria. Pero ojo, este triunfo también me pertenecía, porque esa ciudad que es la cuna de los mejores jugadores del mundo, pronto sería la mía.
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