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«Así empezó todo», Capítulo 4 de Margarita Barrientos. Una crónica sobre la pobreza, el poder y la solidaridad.

A las 9 de la mañana, baja Margarita. Está vestida con una camisa estampada de mangas cortas y un pantalón negro. Da los buenos días, hace una recorrida por la cocina, por el jardín y esquiva los baldazos de agua que las “encargadas de patio” arrojan con énfasis en el piso de baldosas gris. Suele caminar pausado. Tiene el pelo negro y largo hasta mitad de la espalda, salteado con alguna cana aquí y otra allá, los cachetes regordetes y rojizos y el cuerpo redondo. Mide alrededor de 1,65 metros, sus ojos son negros, su tez morocha y su piel está reseca y es algo áspera. Sonríe a menudo, muy seguido,  con una sonrisa entre pícara y dulce y entonces, se destaca su papada. Esa sonrisa es su principal arma de seducción

Después, se sienta a tomar mate en un rincón del Comedor y comienza a dar directivas sobre la comida del almuerzo al ejército de colaboradoras que la atienden con devoción: le alcanzan el mate, el agua, la yerba y los yuyos que le trajo la Dalmira, su ex consuegra y cocinera del jardín, de su último viaje a Santiago. Agrega al mate cedrón, salvia, burrito, poleo y malva que – explica-  son buenos para la diabetes y el estomago, y, entre cebada y cebada, lo va llenando de una cantidad casi inconcebible de edulcorante; así, bien dulce y bien intenso, le gusta el mate a Margarita.

Ese rincón frente a la puerta de la despensa, ese pedacito de la mesa larga y el banco sin respaldo donde se servirá el almuerzo (o, a lo sumo, alguna silla pedida para la ocasión) es, entre comidas y en los hechos, su virtual oficina. Allí, a la vista de todo el mundo, atiende a las personas que a cada rato se van acercando con timidez y que esperan su venia silenciosa para hablarle. Ella escucha  sus casos, sus necesidades, y las deriva a Mónica del Valle Delgado o a Miriam Coronel, su mano derecha. Pero además, está  sentada –no por casualidad– justo al lado del teléfono semi-público  que suena insistente cada dos por tres. La mayoría de quienes la conocen por primera vez remarcan luego que sea tan accesible. Pero mantener su atención es otra cosa.

Una mujer canosa, muy flaca, y otra más joven se arriman a pedir.

–¿Tiene bolsas? Tiene que traer bolsas grandes. Venga cuando necesite alguna cosa –responde Margarita.

La mujer, dice, “tiene más problemas que yo”. Vivía en Villa Cartón, a pocas cuadras, en  Roca y Lacarra, hasta que el incendio del 8 de febrero de 2007, supuestamente provocado por cuestiones políticas, consumió su casa.

Al rato, se acerca una joven con un niño de aproximadamente un año de edad. Con acento boliviano y en voz muy baja, explica que no sabía que se iban a dar guardapolvos y útiles escolares, que se perdió el reparto, y pide a Margarita algunos para su hija. Margarita contesta que sólo le quedaron en color celeste. Ella dice que gracias, que volverá la próxima, y se va.

–Todo el tiempo se acerca la gente a pedir cosas, pero muchas quieren que le den todo servido –observa Margarita–. Decimos que repartimos un día, o que hacemos la inscripción para el jardín un día a una hora y siempre van llegando madres que dicen que no se enteraron. El otro día, repartimos guardapolvos, y había chicas que venían a cambiarlo porque decían que a sus hijos les quedaban muy grandes de largo o de mangas. ¿Por qué no le hacen ellas el dobladillo? ¡Quieren todo servido! Fijate, recién, si la chica hubiera tenido real necesidad se hubiera llevado el guardapolvo, no importa el color.

Margarita juzga y reniega sin culpas ni dilemas morales, como sólo se animan a hacerlo quienes salieron adelante por sus propios medios.

A principios del siglo XX el territorio donde hoy están los barrios de Villa Lugano y Villa Soldati era campo solitario y aislado del ruido de la urbe, zonas inundables llenas de bañados y poco atractivas para vivir.  Gran parte de esa tierra pertenecía al empresario José Ferdinando Francisco Soldati que con el tiempo las fue cediendo para loteo y construcción.

Esa zona sur de la ciudad, hoy desprestigiada por su relativamente bajo valor de mercado en relación al norte, supo tener su época de esplendor mundial cuando en 1910  se instaló el primer aeródromo del país. En pleno festejo por el primer centenario por allí pasaron desde el aviador francés Henry Breguí hasta el piloto italiano Ricardo Ponzelli, próceres de la historia de la aviación, y por supuesto, nuestro Jorge Newbery. Hoy una plazoleta en Avenida Cruz y Larrazábal, con un avión Mirage III C cedido por la Fuerza Aérea, recuerda esos días de gloria.

Más hacia las orillas del Riachuelo, hasta la barranca del actual Cementerio de Flores atravesado por los arroyos Maldonado y Cildañez,  el gran bañado de propiedad pública carecía de todo glamour. Allí se asentaban familias pobres que lo encontraron despoblado, en una vida miserable entre los basurales y las inundaciones. La historia de marginalidad pareciera estar adherida a la zona.

El club Sacashispas se fundó en 1948. Por la misma época allí cerca se impulsó  la construcción del Autódromo Municipal Oscar Gálvez (inaugurado en 1951). Juan Manuel Fangio y Froilan González hacían furor en un país netamente fierrero, entonces el gobierno de Juan Domingo Perón no quiso quedarse afuera. Costó cerca de 10 millones de pesos.

Desde allí, a pocas cuadras, pasando la avenida Lacarra, ese mismo año fue construida la Parroquia Nuestra Señora de Fátima de los misioneros del Sagrado Corazón. Entre la basura y el barro la institución hizo punta en una zona descampada pero llena de pobreza.

Para 1958  las cifras oficiales estimaban que la población residente en villas de emergencia y asentamientos precarios en la Capital Federal y el Gran Buenos Aires oscilaba en alrededor de las 200.000 personas. La zona sur porteña aportaba a estos números con creces. Villa 3  y Fátima (donde  hoy viven unas 11.000 personas) fueron dos de los primeros asentamientos.  Muchos de esos pobres eran niños de la zona acostumbrados a cirujear para sobrevivir, que no iban a la escuela porque no había ninguna cerca. Entonces el sacerdote español León Cerrero Nuñez, conocido como el padre Leoncio, construyó una escuela al lado de la nueva iglesia, hito para un barrio que no tenía casi ninguna contención social. Al Colegio Fátima iban en 2009 unos 2.400 alumnos de clase baja o pobres (entre ellos un par de sobrinas de Margarita y dos de sus nietos) en sus niveles primario, secundario y tecnicatura. Es un modelo de inclusión, enseñanza y dedicación. La cuota es muy baja y recibe un alto subsidio del Estado. Allí a mediados de los ‘90, en el turno noche para adultos, Isidro terminó su primaria.

A mediados de la década del ‘70 el panorama de la zona de Fátima y sus alrededores era el de “un inmenso basural en medio del barro, lleno de moscas, al que todos los días venían camiones y alimentaban con más basura. Andaban cirujas muy desprolijos y sucios, muchos de los cuales vivían en la villa que estaba construida sobre basura, sin calles asfaltadas; eran chabolas de un solo piso, de chapa, madera, cartón”, cuenta el padre Francisco “Paco” Blanco en el libro Curas Villeros.

Apenas empezó la dictadura, durante el mandato del intendente de facto Osvaldo Cacciatore,  la zona fue prácticamente vaciada. El ejemplo de varios religiosos secuestrados, torturados y desaparecidos convenció al resto de buscar seguridad en otras partes; mientras los villeros eran sacados a la fuerza por las autoridades militares.

Recién entonces se animaron a instalarse algunas empresas en la zona.

En 1982 se inauguró el Parque de la Ciudad (hoy cerrado), uno de los proyectos más grandilocuentes y frustrados de la Ciudad de Buenos Aires.

Los asentamientos se reorganizaron conjuntamente con la Democracia. Fue a mediados de la década del ‘80 que  la zona empezó a repoblarse y a fines que surgió el germen de lo que hoy es Los Piletones –que en ese entonces no tenía nombre oficial-.

Pero toda la zona y gran parte del parque era una quema (llegaba hasta el club Deportivo Español).

Cuando los Antunez llegaron a Los Piletones, a mediados de los `90,  era casi todo descampado. Había basura por todos lados y tres piletones.

“En esos tiempos las pocas casas eran de chapa y cartón. Y no teníamos agua, no teníamos luz, no había nada (…). Yo estuve casi dos meses sin dormir porque se escuchaban muchos tiros y… se decía que era muy peligroso. Había una sola canilla. Íbamos todos a traer agua pasando Avenida Lacarra, con tachos de 10 litros en cada mano”, me contó Mónica Ruejas, ex presidenta de la Junta Vecinal.

“Yo llegué en 1996 más o menos. Esto estaba descampado, no había nada. Había en la esquina un grupito de vecinos, todo  medio escondido porque la Policía no le dejaba entrar. La montada venía y los quería sacar. Entonces le pedían coimas para poder quedar y la gente vivía con miedo porque no sabía si quedaba o no quedaba”, recordó Marcial Ríos, otro de los habitantes más antiguos de la zona y Presidente de la Junta Vecinal. Como muchas otras personas Ríos llegó a Los Piletones  buscando espacio desde la vecina villa 1-11-14 del Bajo Flores, que a esas alturas ya rebasaba de casillas.

La familia de Margarita compró un terreno en Los Piletones. Hubo un tiempo de transición en el que algunos integrantes vivían en Lugano y otros cuidaban el nuevo terrenito, mientras construían algo decente donde vivir. De hecho por un tiempo mantuvieron las dos casas.

“Tuvimos la suerte de que tiraron en la quema unos tambores de chapa de 200 litros. Como ocho o nueve. Y usamos eso para construir la casa: los abrimos al medio, los estiramos, y los usamos como pared”, me dijo Oscar el hijo de Margarita.

La primera casita era de chapa, tenía dos cuartos de dos por tres metros, un bañito y un comedor de tres por tres. Ocupaba gran parte de lo que hoy es el Jardín. También tenían un terreno más, justo al lado,  para almacenar lo que juntaban en la Quema.  Después, cuando vendieron la casa de Villa 20, cada tres, cuatro o cinco meses iban adquiriendo un nuevo terreno. Gran parte de lo que hoy es el centro de salud se lo compraron a Sarita, una de las primeras colaboradoras y amiga de Margarita, por 1.600 pesos en 1998.

“Mi viejo fue un adelantado. Fuimos los segundos o terceros en llegar acá. Él rellenaba la calle y todo el mundo se burlaba y le decían: ¿Qué sos empleado municipal? Y nosotros estábamos a 30, 40 centímetros del piso y cuando había inundación, todo el mundo se inundaba menos nosotros”, agregó Oscar.

¿Cómo se vive días tras día entre la miseria, la basura y sin servicios básicos, se pregunta uno desde afuera de la villa, de esa clase social, de esa historia? A los Barrientos para esa época les iba mejor que a sus vecinos. Quizás por eso, también Margarita se lo preguntó. Porque entre tanta pobreza levantó la cabeza y decidió crear algo distinto, que iba más allá de la mera supervivencia, que la sacó de la inercia de la miseria.  O quizás fue su admiración por la Madre Teresa, o quizás fue el ejemplo de Mónica Carranza… o quizás, todo.

También tuvieron olfato. Isidro no quería que Margarita estuviera tanto tiempo fuera limpiando casas de familia. “Ya está grande”, decía. Y además los chicos quedaban solos todo el día.  Margarita había mamado el modelo de Comedor en Lugano y fantaseaba con ejercer aquel rol de jefa y protectora. Como me contó una de las personas en quien se apoyaron para hacer germinar aquel sueño, la idea del microemprendimiento familiar, que les permitiera a Margarita e Isidro estar más presentes en la vida de sus hijos y a la vez autosustentarse, cerraba por todos lados.

Los comedores comunitarios no eran algo frecuente a mediados de los ‘90 en la Ciudad de Buenos Aires.  Tenían su antecedente directo en las Ollas Populares que instalaban las madres, de forma provisoria y en plena calle, para satisfacer el hambre en la época de los saqueos y las protestas por la hiperinflación alocada de 1989.  Algunas pocas de esas “Ollas” se habían reconvertido en Comedores y guarderías.

En la rústica casa de los Antunez-Barrientos en Los Piletones, por el año 1996, siempre había chicos y nadie se iba sin comer. Margarita traía esa impronta de familia. Soledad recuerda que su papá, Isidro, le decía que para estar bien primero había que llenarse la panza.

— Nosotros empezamos dando de comer a quince niños y un abuelo. Era un galponcito así de chapa que teníamos que de noche se convertía en la pieza de nosotros y de día se transformaba en comedorcito. Yo con 10 hijos ¡Ya venía con un Comedor puesto! –dice Margarita. Está sentada en la cocina del jardín esperando su almuerzo y ríe. Le gusta hablar de los orígenes de su proeza y es el discurso que mejor maneja.

–Era como que mí me gustaba, porque yo la veía a Mónica Carranza  cuando salía por televisión y a mí me encantaba. “Qué fuerza la de esa persona. Qué lindo sentirse tan querida como ella lo reiteraba”, pensaba. Yo decía: “Qué lindo es dar de comer y sentir un día tan satisfecho que sabés que ayudaste a miles de personas, sobre todo a las familias”. Y bueno, Mónica Carranza yo la tuve siempre como una persona que me gustaba lo que ella hacía. Y también soy muy devota, muy creyente de la Madre Teresa de Calcuta, que la tengo muy presente. Las cosas con las personas enfermas que ella se conectaba y que nunca se contagiaba de ninguna enfermedad… es una persona realmente merecible de la palabra Virgen.

A la Madre Teresa la tiene en un cuadro en la Panadería  y en una foto en el comedor de su casa. Sólo le basta alzar la vista para recordarla.

Quise entrevistar a Mónica Carranza a mediados de 2009. Cuando llamé a la Fundación Los Carasucias me contestaron que estaba  enferma y que no daba entrevistas, que tal vez cuando se curara podría hablar conmigo. Murió de cáncer de útero unos meses después, el 28 de diciembre, y fui con Margarita a su entierro.

Despidieron el cuerpo de Mónica un mediodía de cielo azul radiante en el Cementerio de Flores. Llegamos en auto y había unas 100 personas. Margarita se fundió en un abrazo con el marido de la difunta y fue a visitar la tumba, rebosante de coronas. Después dio una entrevista a Crónica TV, la única cámara presente, en la que la recordó con lágrimas en los ojos.

–¡Sabés cómo lo quería a Isidro! –me dice, con una mirada algo melancólica– Un día nos la encontramos por el Ministerio (de Desarrollo Social) e Isidro le cuenta que anda mal de la diabetes. No paró hasta que nos convenció de ir a su casa y le preparó un té de yuyos que decía que lo iba a mejorar. Siempre nos tuvimos mucho respeto por lo que las dos hacíamos.

Tales era las similitudes entre ambas en el imaginario social (su rasgos físicos  medianamente concordantes, sus altos perfiles mediáticos, sus historias dramáticas, sus presentes solidarios), que aún hoy mucha gente cree que ese día de los Santos Inocentes la que murió fue Margarita. En una mirada muy superficial sólo diferían en sus elecciones políticas. Pero esa es otra historia que contaremos más adelante.

Primero daba sándwiches. Después sumó sopas. Hasta que, cuando empezó a preparar comida más sustanciosa, se dio cuenta de que la cosa iría creciendo y de que iba a necesitar ayuda. Margarita salió entonces a esparcir la idea, puerta por puerta,  por lo que entonces eran algunas casillas sueltas en los pasillos de tierra, escombro y barro. Lanzó la convocatoria y así conoció a las que serían sus aliadas y, también, a algunas futuras enemigas. Cuando las tuvo a todas juntas las arengó y terminó de convencerlas. Desde ese día el Comedor lo hacían entre todas.

— Había muchas mujeres que se acercaron, éramos como once.  Eran gente conocida. Todas vecinas”, recordó Margarita. A todas las entusiasmó la idea de pertenecer a una institución. Nunca nadie les había pedido su ayuda en nada. Además Margarita, recuerdan, se mostraba absolutamente  convencida sobre su emprendimiento.

Margarita nunca había contado en los medios acerca de sus primeras “compañeras de ruta”. Cuando le pregunté por primera vez quiénes eran aquellas once mujeres me contestó:

— Isabel Vera (esposa de Marcial Ríos), Sarita, Miriam, Petrona, Ana, una señora que ya no vive acá, se fue a vivir a otro lado, Mónica (Ruejas), otra que era la presidenta, Delicia, la nuera de Sarita que se llamaba María, Estela (hija de Sarita) y Beatriz (su hija). Y yo.

Tiempo después intenté averiguar más sobre algunas de ellas de las que no sabía nada y entre Margarita, Isidro, Beatriz y Miriam intentaron recordar nuevamente de quiénes se trataba aquel grupo “de las once”. Se confundían con algún nombre, se corregían entre ellos y volvían a arriesgar.  Margarita repetía: “Si, es cierto, yo me acuerdo que eran once mujeres”, y entonces reemplazó a María por su hija Romina. Margarita había creado para mí un mito fundacional basado en el trabajo colectivo y en un número preciso. Pero, en realidad, el verdadero sostén del Comedor desde el principio había sido ella y su familia.

Cuantas hayan sido lo cierto es que, exceptuando sus hijas, de quienes participaron en un primer momento en el Comedor un tercio la acompañaron unos pocos meses, otro tercio unos pocos años y sólo Petrona, Miriam y Sarita aún siguen cerca de Margarita o del emprendimiento.

Las mujeres tenían en promedio unos 25 años. A Margarita le faltaba poco para llegar a sus 36. Las más jóvenes eran sus hijas Beatriz de 17, que en esa época vivía con su pareja a pocas cuadras y recién había parido a su primer hijo, y Romina de 18. La más vieja era Sarita, de 47.

— “Si, yo me animo, yo te ayudo” –cuenta Margarita que le dijo Sarita–. Era mamá de ocho y abuela de tres. Vivía acá donde es el centro de salud. Eso era todo el rancherío. Vivía con don Filo, el que era su marido, y ellos trabajaban todos en la ciruja. Y lo que hacían los fines de semana era con el carro traer cascotes para rellenar acá el terreno, porque todo era inundable.

Alta, flaca y huesuda, de pelo corto, crespo y entrecano, Sarita es una de sus primeras amigas del barrio. Fue su fiel compañera en los programas de televisión a los que sería convocada los años siguientes. Estuvo a su lado hasta que un tiempo después empezó a consumir paco como varios de sus hijos. Se volvió aún más varonil y esquelética. Hoy come y se baña en lo de Margarita y frecuentemente se la ve sentada a su lado, en silencio, algo perdida, mientras escucha como sigue andando el Comedor alrededor suyo.

— Ahí en frente vivía una señora, Rosa, que tenía 10 hijos y tres nietos. Ella estaba sola, no tenía marido. Habían hecho un ranchito de alfombra y había un colectivo viejo que ellos lo usaban como dormitorio. Y esos chicos, cuando lo veían venir a Isidro con el carro ellos salían corriendo de la casa. Porque traía pan, facturas, frutas. Y lo ayudaban a descargar el carro. Yo les hacía mate cocido y les daba. Rosa sabía salir a cirujear, a vender flores y a pedir. Iba con uno o dos de ellos y el resto se quedaban. Los hijos de Sarita y los hijos de Rosa fueron los primeros que comieron en el Comedor –contó Margarita.

Estela, la hija de Sarita, era flaca y alta como ella, participó sólo unos meses y hoy vive en el Conurbano. Ana era una vecina de la cuadra, chilena, bajita y robusta, que tenía seis hijos y que al año vendió su casa y partió con paradero desconocido. Isabel Vera, la esposa del entonces futuro presidente de la Junta Vecinal Marcial Ríos, me dijo lo siguiente: “Me enteré de que estaba por abrir un Comedor y me acerqué a ayudarla. Al principio llevábamos cada una un paquete de fideos, para que alcance para todos los nenes. Me iba bien temprano y me quedaba hasta después de comer, a eso de la una, una y media, que volvíamos”. Es petisa y de pelo castaño claro. Participó en el Comedor unos cuatro años y, dice, se alejó porque ya no le alcanzaba el tiempo para cumplir con sus obligaciones de madre.

Mónica Ruejas, predecesora de Ríos en el cargo, se convertiría en archienemiga de Margarita (historia contaremos más adelante) y Delicia (actual aliada de Ruejas) es una mujer morruda, bajita, morocha y de rulos que aún vive en la zona. Ambas se alejaron de Margarita por el año 2000.

—  Señora ¿usted tiene hijos?

—  Si tengo uno.

— Estoy anotando porque quiero poner un Comedorcito pa los chicos.

— Yo tengo ahora un nenito, pero después voy a ir a buscar a mis chiquitos. Tengo tres más en Paraguay.

—  Ah bueno, te anoto todos y después vemos.  ¿Querés venir a ayudarnos?

— Si, como no.

Este es el diálogo que dice haber tenido Petrona Centurión Dávalos con  su vecina Margarita cuando le tocó la puerta a mediados de 1996. La recuerda sonriente, con el pelo largo y vestida “con unas ojotitas, una pollera larga negra y una camisa gris”.

— Le dije que sí porque yo siempre fui solidaria. En mi país mismo cuidaba enfermos, cuidaba un viejito de la calle que estaba borracho. Me gusta hacer eso. Mi marido trabajaba bien. Y la carne picada en Coto era re barato antes. Así que yo le dije que iba a dar carne y menudos. Y así empezamos. Un día había dos abuelitos y como 10 chiquitos. El primer día hicimos guiso de arroz con carne picada.

Petrona pronuncia las “ll” como deslizando la lengua en su boca, suave y patinoso y el “viste” se le cuela insistente. Tiene la piel muy blanca, con algunas manchas marrones tipo pecas en la cara. Sus ojos claros se entrecierran al hablar mostrando las arrugas laterales. Usa el pelo largo, más bien claro y entrecano, siempre recogido en una cola.

Es muy tranquila, profundamente amistosa y confiada. Transmite una mezcla entre inteligencia e ingenuidad. Tal vez sea eso lo que le vio Margarita el día que la convocó y, aún más, cuando la eligió para convertirse en una de sus poquísimas amigas. Aún hoy viven casi pared con pared. Y hasta que a fines de 2009 su artrosis empeoró, Petrona pelaba papas, limpiaba mesas y picaba cebollas en la cocina del Comedor.

— Después Margarita compró carne, arroz, fideos  por cinco kilos para tener. Y yo tenía una heladerita vieja. Y me acuerdo bien que vinieron todos los que vivían acá enfrente. Y en un momento Margarita se descuidó y se llevaron la carne, el arroz, se llevaron todo lo que íbamos a cocinar para el otro día. ¡No sabés lo que pasó Margarita! Eran unas personas que vivían en un colectivo viejo. Pero todos eran ladrones. Eran como 10. Y te descuidabas y te sacaban todo- dice Petrona en una versión mucho menos idílica que la de su amiga.

Petrona vive en Argentina desde mediados de los ‘90. Y cuenta que fue pobre toda su vida. Es hija de Victoriano Centurión, uno de los líderes más famosos de la Ligas Agrarias Cristianas, organizaciones lideradas por sectores progresistas de la Iglesia Católica que se enfrentaron activamente a la dictadura de Alfredo Stroessner (militar subyugó Paraguay entre 1954 y 1989. Se estima que durante ese período desaparecieron entre 3.000 y 4.000 personas).

Victoriano se salvó de varios enfrentamientos armados, fue perseguido político, apresado, torturado y vivió en el exilio durante una década. Nunca fue un padre presente. Petrona no le perdona que los haya abandonado, a ella y a sus seis hermanos. Dice que por su culpa, y mientras él vivía en Venezuela, varios de ellos sufrieron la cárcel durante tres años. A sus hermanos los torturaron delante suyo. Y ella fue presa, pero sólo un mes.  Por todo eso, dice, la familia lleva adelante un juicio contra el Estado.

— Él nos hizo sufrir, nos hizo sufrir, nos dejó cargo de lo que él hizo, se lavó las manos, viste. Hasta ahora. Cuando estaba exiliado no nos mandaba nada. Él decía que cuanto más nosotros sufríamos era mejor para la lucha. Estaba mal de la cabeza, viste.

Me lo cuenta entre sollozos un día de inverno muy frío, entre mates muy dulces, en el comedor de su casa. Hace mucho que no habla del tema. Me confiesa que recién desde que empezó a ir a la Iglesia Evangélica, pudo atenuar su dolor.

Petrona terminó la secundaria y quiso ser Bioquímica. Pero en el curso de ingreso a la facultad conoció a su primer marido, quedó embarazada y tuvo que abandonar. De todas formas sus siete hijos le dieron revancha. Y hoy lleva con orgullo el hecho de que la mayor se haya recibido de médica en la UBA. Margarita la nombra cada vez que puede en los medios. Analía ya empezó su residencia en pediatría y es uno de los ejemplos de Los Piletones. La ayudó un donante de la Fundación que se convirtió en su padrino y obtuvo otras becas del Estado y de la UBA por su rendimiento escolar.

Cuando Analía y su hermano eran chicos, en Paraguay, Petrona se separó de su papá. Trabajó en una heladería, se juntó con un vecino que desde hacía rato “le arrastraba el ala” y años después, juntos, decidieron probar suerte en Argentina cansados de la miseria paraguaya.

Su marido vino primero y consiguió trabajo en una fábrica de plástico. Ella llegó más tarde e hizo viajes intermitentes. Trabajó como mucama por hora y “cama adentro”. Estuvo yendo y viniendo varios años con sus  hijos aquí y allá, cuidados por su abuela. Siguió pariendo hijos.  Vivió en una villa de José León Suárez, en Fuerte Apache (Ciudadela) y en un hotel de Once. Uno de sus hijos tuvo Síndrome Urémico Hemolítico a los cuatro meses y se salvó de milagro, gracias a los médicos del Hospital Gutiérrez. Hasta que recaló en Los Piletones casi de casualidad,  cuando la villa se estaba creando, y empezó con su marido a construir su casa de chapa. Entonces conoció a Margarita y se sumó al Comedor.

Se hicieron íntimas amigas. Margarita la sostuvo cuando Petrona tuvo que enfrentar el problema de su marido, adicto al juego. Ganaba bien pero se lo gastaba en la timba. Y entonces Petrona y sus hijos comían gracias al Comedor. Ella le decía a su esposo que ahorrara, que invirtiera en la casa, que la bonanza no duraría para siempre. Y un día, después de amenazarlo con contarle al jefe su problema, se le apareció en la fábrica de plástico donde trabajaba. Entonces el marido, preso del pánico, le dio la tarjeta de débito  para que ella dispusiera de su dinero. Apenas si le había dado el tiempo a Petrona de mandar a hacer la loza de su casa cuando ocho meses después, la fábrica cerró.

Desde entonces, según Petrona, su marido entra y sale de distintos trabajos y entra sale de su nueva adicción: el alcohol. Ella y sus hijos viven de un Plan social (Ciudadanía Porteña, de alrededor de 700 pesos), más algunas becas escolares de sus hijos, y de la ayuda de Margarita que les da comida, muebles y contención.

— Su familia es como una familia mía. Yo tuve cáncer de cuello de útero. Y Margarita me pasaba mercadería. Siempre me ayudaron. No sé qué haría de mi vida sin ella –me dice emocionada.

Esa tarde al llegar al Comedor casi no hay personas dando vueltas y Margarita está sentada en su virtual oficina con cara de contenta. Charlan entre risas con Mónica del Valle Delgado y Miriam, y me  invitan a sentarme. El ambiente está más distendido que otros días.

— Vení, vení. Contale a la señora –la chicanea Margarita mientras Miriam se aleja súbitamente para la cocina, con cara de disimulo. Entonces vuelve sobre sus pasos, se acerca con una sonrisa entre dientes y las tres empiezan a hacerse bromas que no termino de entender. Después de un rato se compadecen de mí y me cuentan de qué estaban hablando.

— ¡Ay Mami pero qué le voy a contar!

— Resulta que un día nos invitaron a ir a Mar del Plata, para que los chicos vean el mar vio. De desarrollo Social de la Nación. Y llevamos como a 60 chicos de acá del Comedor. Todos en micro. Fueron la Pamela, la Beatriz, la Mónica y la Miriam, que los cuidaban. Fueron ahí por Chapadmalal –arranca Margarita. Y Miriam entonces entra en confianza.

— Resulta que parábamos ahí en un hotel al lado del mar, uno enorme. Y entonces nos fuimos todos apenas llegamos a conocer el mar, todos corriendo. Y  algunos nenes se empezaron a meter al mar así vestidos y yo me fui atrás. Yo tenía puesta una pollera suelta y una remera así grande. Y en eso me meto y viene una ola y me revolea toda… ¡Y me lleva la remera y la pollera!

— Y como que no se daba cuenta al principio…– agrega Mónica.

— Me quedé así… ¡en tetas y en bombacha! ¡Y la Mónica se reía!

— ¡Cómo me reía! ¡La Miriam no sabía cómo taparse! Tuve que salir corriendo a buscar una toalla.

Entonces las tres se descostillan de la risa.

En el círculo de confianza de Margarita suele haber buena onda. Ella, Miriam, Petrona, Mónica del Valle Delgado y sus hijos, se revolean por el aire bromas y chistes que logran desdramatizar el contexto. El resto de las colaboradoras la tratan con más distancia.

Miriam es para Margarita como una hija mayor adoptiva. A tal punto se ganó su confianza que cuando le pidieron que nominara a alguien de su entorno para recibir una de las 200 medallas del Bicentenario que entregaba el Gobierno de la Ciudad, la eligió a ella. Otros de los premiados ese día fueron Julio Bocca y María Elena Walsh. Y entonces  Miriam desfiló sonriente, con sus botitas blancas hasta los tobillos y su pollera colorida, entre semejantes “próceres”.

—  Ella trabajó mucho con nosotros, con el Comedor. Y pudo salir adelante porque tiene muchas agallas, mucha fuerza. Y eso es lo que uno busca vio. Gente que sea decidida. Yo le digo: “Vamos a subir a la torre del parque”. Y ella dice: “Si mami, vamos” –la describe Margarita. Ella fue su escuela, su aliada, su protectora, su maestra. Miriam fue mamando de Margarita ese ímpetu a prueba de desencantos y, también, algo del talento para narrar su historia.

— Yo tenía 21 años. Andaba trapeando (juntaba ropa por la calle para vender) y Margarita me mandaba sándwiches, me juntaba trapos y cartones antes de conocerme. Y un día se acercó en mi casa, que quedaba acá al frente, me golpeó (la puerta) y me preguntó si quería comer, cuántos chicos tenía. Yo tenía uno, Sebastián. Me dijo que pase a las 8 a buscar la leche. Me vine y me acerqué y como veía que estaba ella, una de las hijas y el marido, me quedé. Y nos juntamos un grupo de madres que estábamos ahí. Me acuerdo que ese día éramos muchas madres que estábamos haciendo pastel de papas para el mediodía. Y después de ahí ya nos quedamos. Después a veces las madres venían, a veces no. Cada día nos encontrábamos más menos.  Y bueno, al final quedamos poquitas- me dice Miriam aquella tarde de risas. Estamos sentadas en la Panadería. Sólo nos acompaña su hijo Fernandito, quien duerme plácido a su lado, recostado en un cochecito.

— ¿Se te había ocurrido alguna vez participar en algo así?

— No. Yo venía porque me gustaba. Te tiene que gustar. A veces no teníamos ni pan para comer. Yo iba a buscar huesos y grasa a la carnicería de Don Tola, de acá a la vuelta. Y a veces con Doña Margarita nos íbamos al Mercado Central. Con ella, Isidro, el que era mi marido en ese tiempo, y alguno de los chicos. Y volvíamos tarde y nos poníamos a hervir tomates para hacer puré de tomates. Y nos acostábamos como a las 3 de la mañana. A las 6 estábamos arriba. Era como que nos agarró como una adicción de los movimientos. Que vos decís: “¿Cómo podés?” Y nosotros seguíamos. Llovía, las mil y una, y nosotros seguíamos. Pero nunca pensé que esto iba a ser tan grande y que iba a crecer. Lo primero que nosotras pensábamos era ayudar a la gente. Vos veías chicos que realmente lo necesitaban. Porque cuando a una realmente le pasa esa situación, no querés que otros la pasen.

Miriam Patricia Coronel –como la llama Margarita en tono de reto cuando quiere hacerle una broma o decirle algo afectuoso- pasea diariamente su personalidad hiperactiva de un lado al otro del Comedor, siempre apurada, concentrada en el trabajo. Habla muy rápido pero lo justo y va al grano. Durante mis visitas nunca la vi sentada, salvo para darle de mamar a su hijo. Y entendí realmente hasta qué punto necesitaba estar en el Comedor cuando dos semanas después de haberlo parido y a pesar de su andar dificultoso, la encontré trapeando el piso. “No me puedo quedar quieta. Me enfermo”, se excusó entonces.

Es de contextura mediana, tiene piernas delgadas, un cuerpo pulposo. Usa el pelo por los hombros, lacio y amarronado. Sus ojos son marrones y sus pómulos prominentes los hacen ver un tanto hundidos. Tiene un lunar marrón y llamativo en el pómulo izquierdo, a la altura de la nariz.  Sus labios son tenues, casi inexistentes.

En una vida pasada –aquella de la que supe por terceros y que seguramente decidió dejar tan atrás que hoy le parezca irreal-  vivió en Villa Fiorito, tuvo cuatro hijos y los “perdió”. “Se metió” –parafraseando a mi fuente-  con el hermano de su ex marido, de sobrenombre Pinino, y se fue (o fue obligada a irse) de su casa. Su ex nunca más la dejó ver sus hijos que, se dice, aún viven en Fiorito.

La nueva pareja se instaló entonces en Los Piletones cuando la villa recién se estaba formando y tuvo un hijo al que llamó Sebastián (y quien es como un nieto más de Margarita).

Con el tiempo, capeando situaciones difíciles en el Comedor, Miriam demostró que era “de fierro” y los Barrientos la adoptaron. Margarita se tansformó en su madre postiza y su amiga.

“Un día vi que tenía un tacho grande y no pudo levantarlo. Le pregunté qué le dolía y ella dijo: “Nada, Mami”. Tenía una remera de mangas largas y le levanté la remera y estaba toda golpeada. Tenía levantada la piel de los golpes con un palo de escoba. Era impresionante los puntazos. Le pregunté “¿Quién te hizo esto? ¿Pinino te pega?”, relató Margarita.

— Y ahí yo me largué a llorar. Ella me dijo que no podía aguantar, que me tenía que ir. Me hizo los documentos, porque yo no tenía, y me dijo que agarrara mi ropita.  Y un día él (Pinino) le quiso pegar a Sebastián, que tenía un año, con una cadena. Entonces le dije: “Quedate con todo, quedate con la casa, metételo todo en el orto”. Agarré a mi hijo y le dije: “Mami,  me voy”. Yo le quería prender fuego dormido. Era tal la desesperación. Yo entiendo cuando a las mujeres le pega el marido pero yo digo: “Qué no se queden”. Porque a veces nosotras pensamos que va a cambiar, pero no va a cambiar. Te arruina la vida.

Ese día Miriam dijo “Basta” y le puso el punto final a toda una vida de maltratos. A los 8 años, a pesar de sus súplicas, los padres la habían separado de sus 15 hermanos y entregado a una tía que la hacía limpiar y que le pegaba para que obedeciera.  A los 12 la mandaron a trabajar de mucama. Y así fue creciendo. Se crió sola.

— Me cansé de que me peguen. Me cansé de que me pegue mi marido también –me dice entre lágrimas.

Pero no fue fácil. La huída de Pinino requirió todo un operativo. Conspiraron con Margarita, Isidro y sus hijas durante días.

— Era un escape completo. Llamamos un remisse bien temprano a la mañana. Mi ex marido estaba durmiendo. Y yo a Sebas le había dado una mamadera para que salga pa afuera. Y había una perra galgo me acuerdo, era una perra negra que era tan flaca que  mi hijo se subía encima y le hacía una panza para abajo. Le digo: “Quedate con la perrita que ahora vengo”. En eso Beatriz me hace señas que ya estaba el remisse. Entonces manoteo a Sebas, la mamadera y salgo corriendo.

— ¿Y tus cosas?

— Ni quise mirar pa’  atrás, yo no quería saber nada. Agarré mi hijo con un brazo porque el otro no podía moverlo y salí corriendo como podía. Y abrí la puerta con el auto en marcha. El chofer ya sabía todo. Había una señora adentro,  tiré a mi hijo, me subí yo y me fui.

Se escondió durante un tiempo en Lugano con unos conocidos de los Barrientos hasta que se enteró que Pinino la buscaba y se mudó, otra vez gracias a Margarita, a Virreyes, partido de San Fernando, provincia de Buenos Aires.

— De ahí me fui porque había mucha gente…y había cosas que no me gustaban. Y Mami no sabía nada, no sabía dónde yo estaba. Me acuerdo el día que me fui de esa casa. Íbamos caminando con mi  hijo que llevaba una mamadera de té y en eso conocí un pastor que me preguntó si tenía a dónde ir. Paré en la casa de él y tomamos leche. Y el pastor me dice: “Yo sé que acá a la vuelta hay un hombre solo que viene y va. Y capaz que vos le podés cuidar la casa”. El hombre dijo que sí. Yo tenía medio desconfianza, viste. Pero una se tiene que jugar, se tiene arriesgar a lo que sea. Mientras que no me tocaran el nene, perfecto. Tocame a mí pero no me toqués al nene. Qué va a hacer. Es la pura verdad –dice con una sonrisa amarga-. Y me acuerdo que me quedé con un calentadorcito que me dio. Y no tenía para comer ni nada. Y Mami no sabía donde yo estaba.

— ¿Por qué no la llamaste?

— Lo que pasa es que yo estaba como shockeada. ¡Tantos nervios encima! Estaba como deprimida. De ahí fui a un almacén y le digo a la señora, que estaba embarazada, si necesitaba a alguien para lavar la ropa y ayudar en la casa. Y ella me dijo sí. Y yo me iba tempranito a lavarle la ropa y ella me ayudaba con los pañales y con la comida. Y me daba mis cigarrillos. Después conseguí otro trabajo por ahí. Había pasado un mes. Y un día a la noche siento que me tocan la puerta. Eran Beatriz y la Mami (Margarita). ¡Cómo lloraban! Estaban desesperadas porque nadie les había avisado que yo me había ido. “¡Cómo me dejaron a mi hija sola, cómo le van a hacer eso! ¡Cómo te van a tirar acá así! ¿Y si te pasa algo?”, decían. Después me fueron a ver, me llevaban ropa, comida, los pañales del bebé. Un día viene Papi (Isidro) y lo ve al dueño de la casa que estaba tomando. Y dijo: “No. Mi hija no puede estar acá. Así no”.

Entonces Margarita e Isidro le compraron un terreno a una señora de la zona, llevaron  los chapones y le construyeron una casita. Le pusieron muebles, colchones,  todo lo necesario para que viviera bien, lejos del peligro de Pinino que todavía la buscaba.

— Y así pasó como siete meses. Ellos me visitaban. Pero yo estaba en un estado depresivo. Estaba bien chupada; mi hijo bien gordo. Y me acuerdo que Isidro un día me lleva para comprar limón y yo me agarro del brazo y me largo a llorar. “Papi no me dejes, llevame con vos, con ustedes”. Y él dijo basta. Y me aparecí con él acá, otra vez en Los Piletones. “Si el tipo (Pinino) viene, lo rompemos todo”, decía.

Miriam cuenta que le regaló la casa a otra mujer en penurias. Podía haberla vendido, podía haberla devuelto a los Barrientos o hasta alquilado.

— Me había contado cosas feas, como la violación de un hijo. Era la única amiga que me había hecho. Me daba lástima ella, los hijos. Tomábamos mates juntas, estaba todo el tiempo conmigo. Cuando Papi me preguntó, le dije que la casa ya la había regalado a esta chica. Y nunca me dijeron nada. Yo le digo: “Diosito me va a dar más”. Sentí mucho a la chica esa.  Por eso le entregué la casa.

Al poco tiempo de estar en Los Piletones apareció Pinino furioso.

— Le fui a hablar que entienda, pero él quería ver al hijo. Yo le dije que si quería verlo tenía que ir por Tribunales.  “Yo al nene ya lo reconocí”, le dije. Porque como había sacado los documentos lo había reconocido con un juez. Y me tiró un ladrillo que casi más le pega a mi hijo y a Romina. Y ahí salió don Isidro y doña Margarita. Me quiso agarrar los pelos y se le fueron los dos al humo. Los dos pegándole. ¡Le dieron una paliza que nunca más volvió! Le dijeron: “La próxima vez que te aparecés, te rompemos todo”.

Margarita recuerda distinto. Dice que Miriam arrimó al portón a Sebitas y Pinino lo agarró del cuello y lo empezó a manotear.  “Yo había agarrado un fierrito que estaba por acá y cuando lo levantó a Sebitas, que lo iba a cargar p´afuera,  le pegué con el fierro en la mano y Miriam lo agarró al nene. ¡Y ahí le di unos lindos garrotazos! Hasta el día de hoy que no lo he vuelto a ver”, dijo.

— Después ya me quedé con ellos –me cuenta Miriam–. Estaba constantemente acá. Tenía una piecita que ellos me hicieron y seguíamos trabajando juntos. Las cosas empezaban a ser distintas. La gente venía y donaba, empezaba a ayudar. Venían los periodistas…La Mami me salvó.

Miriam trabajó por horas limpiando casas de familia y empresas, aquí y allá,  estudió para ser Promotora de Salud tres años  –gracias a una beca que le consiguió Margarita– y fue ahorrando plata hasta que se compró, en cuotas, su casita. Después se puso de novia con Mario, el papá de su segundo hijo, Fernandito.

— No me puedo quejar. Él (Mario) es distinto. No toma, no fuma. Vino de Santiago, estuvo dos meses acá y me lo agarré yo. Le llevo seis años. Es compañero, no tiene problema, te lava, te limpia. Se va a trabajar. Hace changas. Es pintor pero a veces pone azulejos, revoca. No tiene problema. No tengo de qué quejarme.

— ¿Cómo es Margarita? –le pregunto justo cuando el clima de tranquilidad está empezando a sucumbir.  Fernandito da señales de despertarse de su siesta.

— No hay palabras.  Para ella está todo bien. Le da paz a los demás. Tiene todo lo que tiene una Santa. Ella cubre a todos, está para todos. Todos vienen a ella y ella nunca tiene un no. Todo lo que nadie tiene, lo tiene ella –Entonces hace un silencio breve, se emociona, y  entre lágrimas agrega–. Ella siempre nos dice que se va a ir un día, que nosotros tenemos que hace esto, lo otro. Y nosotros nos vamos y le decimos que se deje de hinchar. Debe ser que creemos que es inmortal.

Aunque ya venían dando de comer desde antes el día que Margarita estableció como “día uno”, como fecha oficial y mítica de la  creación del Comedor, es el 7 de octubre de 1996: “Fue el día que nosotros empezamos. Un lunes. Legalmente el Comedor se anotó después de mucho tiempo; al año. Un día 7 porque yo soy muy creyente de San Cayetano y para mí el día 7 es muy importante. En el sentido de que San Cayetano siempre estuvo conmigo por un montón de cosas, por las ayudas que después recibí, sin ser nadie, vio”, me explicó.

“De a poco armamos esto. Al principio era tan precario… entraba lluvia por todos lados; no podíamos encender el fuego; los chicos lloraban de hambre… Hasta que el 7 de octubre de 1996 recibí a mis primeros 68 chicos. Ese día golpeaban las mesas pidiendo comida y venían en cuero. Ahora ya no; ahora ya no tienen necesidad de mendigar”,  recordó en 1999 en una nota para  la Revista Gente.

Durante unos nueve meses el Comedor se abasteció, además de con la jubilación de Isidro y el subsidio de Margarita por madre numerosa, con el aporte de las vecinas y con lo que la familia juntaba cada día cuando salía a cirujear. Isidro iba a la madrugada, volvía para las 8 y compraba los alimentos para el día. Walter y Cuqui hacían lo suyo a la tarde y lo recaudado se vendía el sábado para comprar harina, fideos y otros alimentos. Ya tenían gente que los conocía y les daba fruta y verdura que les había sobrado.

“Cocinábamos acá afuera No teníamos cocina. Con el ´juego´ (fuego) cocinábamos. Y en el horno de barro que Isidro había hecho. Todo el día. Terminábamos de cocinar al mediodía y ya empezábamos con el pan del otro día o a hacer tortafrita si nos alcanzaba para comprar la levadura. Sino inventábamos y hacíamos tortilla asada; lo que nos alcanzara”, siguió recordando.

Según Margarita, la familia entera se puso al hombro al emprendimiento con la misma convicción.

“Me acuerdo que un día se acercaba la Navidad y no teníamos para cocinar para los chicos. Y nosotros teníamos dos caballos: una yegua que se llamaba Nena y otra, la Gringa. Isidro vendió la Gringa para dar de comer.  ¡Cómo sufrimos cuando vendimos a ese animalito! Y un día después de haber vendido a la Gringa le digo a mi hijo Waltercito: “Hijo ¿Vos sabés que no tengo para dar de comer mañana y voy a vender la televisión”. El estaba viendo un programa. Nunca me voy a olvidar. Con Cuqui  habían llegado cansados de trabajar y estaban tomando matecocido a la noche. Entonces Walter se  paró, desenchufó la tele, le sacó la antena, la agarró y me dijo: “Tomá mami, vendela””.

Alguna vez, en tono de broma, Margarita me contó también que un hijo le rogó un invierno: “Mamá por favor no vayas a regalar otra vez el caloventor que me muero de frío”.

Cuando les pregunté a varios de ellos si en algún momento sufrieron porque no tenían lo suficiente, o si les dio bronca que su mamá o su papá vendieran lo poco que había para dárselo a otros, casi todos me contestaron cosas como estas:

“No, nunca sentí que me faltara nada. Yo creo que no. Lo poco que tuvimos fue para mi mucho. Y mis hermanos siempre comieron”.

Hasta que dos de ellos en un rapto de sinceridad, como si se hubieran desconectado del papel del “deber ser”, dijeron:

“Mi mamá nunca nos explicó que iba a poner un Comedor. No nos dijo nada. Nosotros nos levantábamos y ayudábamos nomás.  Encima no teníamos para comer. Después vendió la yegua… ¡Qué me daba una bronca! Vendió el carro. Y decía: “Ya vamos a salir, ya vamos a salir”. Y yo decía: “¿Tanto sacrificio para qué?””

“A nadie le gustaba. A parte mi mamá y mi papá iban los domingos a juntar verdura en el Mercado Central. Y encima que no estaban nunca…era todo una cosa de locos. Después mi papá juntaba cartón y se iba corriendo a comprar fideos para la gente”.

Estas, creo, son las respuestas más sinceras que pude obtener de algunos de ellos.

El almuerzo terminó. El pollo al horno con papas y calabazas, todo bien aceitoso, con agua y jugo de naranja exprimido satisfizo a los comensales: Isidro y Margarita entregan sus platos vacíos a Miriam; no dejaron ni una alita.

En el Comedor todo está tranquilo. En la cocina del Jardín de la Fundación Margarita Barrientos, Sarita y una maestra se encuentran en medio de un delicado procedimiento. La maestra sostiene la punta de una cinta de algodón contra su panza. El otro extremo lo tiene Sarita que en forma de “ele” va tomando la medida entre su codo y su mano y pliega el hilo lentamente hasta llegar al final, al vientre afectado. Una vez frente a frente, a escasos centímetros, Sarita le recita unas palabras en tono casi inaudible, como si fueran un rezo.

— Gracias –le dice la maestra luego.

Cuando le pregunto qué es lo que se ha dicho, Sarita me explica que el conjuro no puede repetirse:

— Sólo el 24 de diciembre. Ese día se enseña a curar el empacho.

Después de comer Margarita vuelve a ocupar su lugar central al lado del teléfono semipúblico, que suena insistente. Yo estoy sentada a su lado tratando de retomar nuestras entrevistas y nuevamente somos interrumpidas.

— ¡Hola Martita! ¿Cómo está usted? Bien. Todo bien. Si mi amor los chicos bien. Gracias.

La conversación se extiende por unos 20 minutos. Martita es Marta de la Plaza, una de sus pocas colaboradoras externas (es decir, de las voluntarias que trabajan físicamente desde afuera de la Fundación). Es de las más antiguas y fieles y tiene a su cargo las tareas de prensa y comunicación institucional, que muchas veces comparte con Soledad, la hija de Margarita. Es una de las pocas personas a las que Margarita llama para el Día del Amigo, aunque no le avise de los eventos que se hacen en la Fundación, ni de los festejos; ni siquiera cuando la invitan al programa de Mirtha Legrand.

En general la información de lo que sucede en su vida personal e institucional es algo que Margarita maneja de forma caótica. Aún en los momentos en que algunos de sus “colaboradores externos” pasan frecuentemente largas horas en Los Piletones, se terminan enterando de sus actividades por los medios de comunicación.

Todos la justifican diciendo que “Margarita es así”,  pero se nota que afecta susceptibilidades y desalienta a espíritus entusiastas que ya empezaban a sentirse parte del proyecto de la Fundación. De pronto, como un baldazo de agua fría, se ven a kilómetros de distancia de ese mundo. Tanto interna como externamente los colaboradores de Margarita que persisten es porque tienen un rol claro y acotado.

Nadie se ocupa de comunicar porque la decisión es que la única que comunica es Margarita quien,  obviamente, siempre está en cosas más urgentes.

Pero además Margarita es altamente impredecible. Es usual establecer con ella un horario de reunión, llegar puntual a Los Piletones y enterarse de que ella no está y de que nadie sabe cuando vuelve.

Margarita es una de las personas más despistadas que he conocido. Recuerdo haberme quedado pasmada cuando un día me citó temprano porque al mediodía –dijo-  iría a almorzar el entonces ministro de Educación de la Ciudad (Mariano Narodowsky), no sabía muy bien para qué. Eran las dos de la tarde y el funcionario no llegaba así que nos dispusimos a comer. Alrededor de una hora más tarde (“a la hora acordada”, me diría la invitada),  apareció la ministra de Acción Social, María Eugenia Vidal. Margarita la recibió como si la hubiera estado esperando “de toda la vida”.

Sus hijos se ríen cuando recuerdan las veces que ella e Isidro se bajaron del auto pensando en cualquier cosa y se olvidaron, durante varios largos minutos, a Micaela y a Daiana de bebés que, adentro, lloraban como locas.

“En el mundo de Margarita Barrientos todo se superpone con todo. Quedábamos un sábado a las tres de la tarde y cuando llegaba se estaba yendo en un remisse con los hijos a otro lado. ¿Sabés la cantidad de gente que he visto pasar y que se ha perdido por el despelote? ¿Sabés las donaciones que se perdieron porque no se toman los mensajes telefónicos? Ella tiene la llave del cielo y del infierno”, me dijo otro de sus ex colaboradores externos hoy alejado de Margarita pero de inocultable cariño hacia ella.

“Yo tengo un amigo que le consiguió una gran donación: para el centro de salud, juguetes para el día del niño, publicidad en una revista institucional, muebles de todo tipo de un departamento que se vació…. nunca lo llamó para decirle “Gracias”. Mi amigo se enojó. Pero ella piensa que no hace falta hacerlo, que vos le tenés que donar porque tenés que  hacerlo.”, me contó otra persona que también  la conoce mucho e interactúa con ella frecuentemente.

Si hay algo que no cuadra con Margarita son las actitudes reverenciales. Ella se ufana de tratar a todos por igual, a la ´paquera’  de la villa, a la vecina de clase media o a la “Señora  Noble de Herrera”, cuando la van a visitar.

Margarita no pide, recibe; les da a las personas la posibilidad de ayudar. Todos aquellos con quienes hablé, colaboradores ignotos y famosos, donantes de tiempo, dinero, materiales o difusión pública, destacaron como algo meritorio que ella casi nunca llamara para pedirles nada. Y dijeron que eso la hacía creíble porque si llama, saben que es por algo realmente importante. También, creo, lo viven como algo positivo porque les ahorra el sentirse obligados a dar, el sentirse en falta porque no dan o porque otros necesitan. Y porque al donar espontáneamente pueden disfrutar plenamente del sentirse generosos. Margarita les da esa posibilidad.

Por el lado de Margarita, tal vez esto tenga que ver en parte con su enorme red de donantes. Pero sobre todo con su visión de lo que es la caridad y con su vocación por pararse de igual e igual con cualquiera. Margarita es, en parte, una persona con una gran seguridad en sí misma aunque muchas veces juegue estratégicamente el papel del desvalido.

“Nos invitaron a comer asados un montón de veces. Y cada vez que venían a comer a casa traían algo de regalo. La última vez me trajo una botella de whisky”,  me contó Héctor Vega, junto a su esposa Marta Tea uno de los primeros colaboradores de la Fundación. Viven en Vicente López en un departamento de clase media. Tienen un porte distinguido y oscilan los 70 años. Con el tiempo ambas parejas se hicieron amigas.

“La vez anterior que vinieron a comer trajeron una botella de champagne con dos copas. –aportó Marta. Y agregó –Una vez fue a Mar del Plata y me trajo un adorno todo de caracolitos. Y a él le trajo un sacón tejido. Tenía eso, de regalar”.

Margarita fue aprendiendo con el tiempo a relacionarse con el dinero y con el poder. Y fue entendiendo su valor relativo, así como el de la idea de la caridad, de acuerdo a la clase social con la que interactuaba. Cada dato, cada suceso, cada anécdota eran un ladrillo con el que construía y orientaba el edificio institucional de su Fundación.

A mediados de 2002, apenas habían vuelto de dar una Charla en Río Gallegos (invitados por la ex diputada nacional kirchnerista Mónica Kuney), cuando Isidro sufrió un infarto. Se desplomó una tarde cuando entraba en la guardería. Entre varios lo cargaron en el auto y lo llevaron a la clínica de la Universidad Abierta Interamericana (a unas ocho cuadras) donde lo internaron en terapia intensiva.

“Víctor Sueiro tenía razón en lo que contaba. Yo cuando estuve ahí de repente era como que estaba en el límite. Entre un lugar donde no había aire, no sé como explicarlo, donde todo era felicidad y daba un paso para atrás y sentía un dolor insoportable. Entonces ahí siento que alguien me toca el hombro derecho, como de atrás mío y me dice: “Elegí, de qué lado querés estar. Mirá donde vivís”. Y entonces yo giro, sobre mi lado izquierdo y veo como el mundo, como la ciudad de Buenos Aires: el tránsito, basura, máquinas ardiendo…. Y esa persona me dice: «Esto donde vos vivís, es el infierno. Mirá». Y yo le pedía que me deje en el lugar placentero, porque sino me dolía mucho. Y ahí nomás siento que me tiran para el otro lado”, reveló Isidro místico.

Isidro tuvo tres infartos en trece días. Por esa época Bárbara Bengolea, la nieta de Amalita Fortabat,  había ido a verla a Margarita y se enteró del asunto. Ella se hizo cargo de la operación –le pusieron un stent– y hasta convocó, según Margarita,  a los mejores profesionales de la Fundación Favaloro. En la camilla los médicos le preguntaban a Isidro con cierta reverencia: “¿Vos quién sos?”.

Cuando se recuperó fue Amalita la que fue a conocer  la Fundación. Llegó con un despliegue de autos blindados, policías y guardaespaldas como nunca se había visto en la villa. Recorrió el Comedor y recaló finalmente en el jardín. Allí  Margarita le confesó su sueño de que los chicos tuvieran un patio para jugar, pero le explicó que era casi imposible porque el terreno contiguo estaba ocupado por una casa. Entonces Amalita pidió que llamaran a la dueña de la casa y le preguntó cuánto quería por el terreno.  “Vale 8.000 pesos”, le contestó. Amalita le hizo una seña a uno de sus asistentes, que se apareció en pocos minutos con una valija llena de dinero. Le dio los 8.000 pesos a la mujer y los otros 2.000 que sobraron a Isidro para que hiciera el piso. Allí mismo, en ese momento, con Amalita de escribana, firmaron el papel que aún hace de “Escritura”.

El patio del Jardín es una superficie grande, como de la mitad de una cancha de básquet, con piso de cemento. En una esquina habían colocado una calesita y nada más, para que los chicos tuvieran espacio para correr. El día de la inauguración las maestras sacaron a los chicos y se prepararon para ver la fiesta. Pero, para desconcierto general, ellos se instalaron en un rincón y ahí se quedaron, jugando dentro de unos límites invisibles de dos por dos. Las maestras tuvieron que mostrarles con juegos que podían ir más allá porque para los chicos, ese terreno era demasiado grande en relación a lo que conocían.

Capítulo 4 de Margarita Barrientos. Una crónica sobre la pobreza, el poder y la solidaridad. (Luciana Mantero, 2011, Editorial Capital Intelectual)http://www.villalugano.com.ar  Premat Silvina, Curas Villeros, Sudamericana, Buenos Aires, 2010, Pag. 138.

Premat Silvina, Curas Villeros, Sudamericana, Buenos Aires, 2010, Pag.152

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