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Creer y reventar

Abrumada por un terco problema de salud, la autora desafía sus prejuicios y prueba una terapia alternativa, ‘Constelaciones familiares’.

Estoy parada en un cuadrilátero delimitado por sillas, almohadones y sillones desde los cuales un grupo de gente nos mira, expectante. El resto del tiempo es un living convencional de un loft de techos altos; hoy hace de sala de teatro, repleta de las energías de las sesenta personas que llegamos a este lugar. Me toca hacer de la hermana de quien está , representarla en una historia familiar que aquí se llama , que está oculta en su inconsciente, que ni ella misma conoce o tal vez recuerde de a fragmentos, y que mediante esta técnica de “Constelaciones familiares” está por salir a la luz. Creer o reventar.

No me explico por qué de todos los presentes María de los Hoyos, médica y psicóloga, quien guía este taller, me llamó a mí al escenario. Justo a mí, que soy tan cerebral y bastante escéptica, aunque cada vez menos. Se supone que hoy algunos están llamados a constelar y otros a participar de esas constelaciones. Algo así como si las cosas estuvieran dadas por alguna energía o fuerza superior; como si ella tuviera una capacidad intuitiva de registrar sensaciones o sentimientos que ni nosotros percibimos. Sólo me queda confiar. De los Hoyos ha dicho y repetido que cuando estemos en el escenario rechacemos el primer y el segundo impulso, que tomemos el tercero, el más cercano a la intuición. Intento no pensar, pero estoy nerviosa.

Llegué a este lugar por recomendación de un amigo poeta y editor, en busca de una solución a un problema de salud que me desvela hace años. “Es un espacio que podría parecer de psicodrama, pero donde se trabajan conflictos actuales representando escenas a partir de las energías de generaciones pasadas, con la teoría de que arrastramos los dramas de nuestros ancestros a través de cierta memoria celular, sin ser conscientes de ello. Yo voy seguido y me hace muy bien”, me había dicho. Y a mi cara había respondido: “Es difícil entenderlo, más bien tenés que vivirlo”.

Así que me puse a investigar y me enteré de que Constelaciones familiares es una terapia de las llamadas “transgeneracionales”. Surgió de la mezcla de influencias que el alemán Bert Hellinger absorbió a lo largo de su vida: primero cursó estudios en teología y pedagogía, después trabajó durante quince años de misionero católico y maestro en territorio zulú, en África; en los ’80 volvió a Europa y estudió psicoterapia. Se enfocó en una intensa práctica de dinámicas de grupo y acabó por inventar su propio método, que predica en más de treinta libros, algunos traducidos a 25 idiomas, y en las charlas que da alrededor del mundo. “Es un método psicoterapéutico que permite tomar contacto con motivaciones profundas que perpetúan ciclos de enfermedades y sufrimientos. Estas motivaciones se nutren de conexiones inconscientes que cada persona tiene con su familia en una o varias generaciones (…). Cada individuo integra un sistema familiar cuyos desórdenes pueden traducirse en desarmonías y dolores íntimos (…). En una constelación se puede vivenciar cómo estos vínculos de amor y lealtad nos van «atando” a modos de experimentar las relaciones, de entender la vida y de dar significado a nuestra existencia. (…) Así, lo que una generación deja sin resolver, será la siguiente generación la que inocente e inconscientemente trate de solventar, quedando atrapadas en temas o asuntos que no son su responsabilidad», dice en distintas páginas webs y notas sobre el tema. En Argentina esta terapia explotó hace unos años y está en pleno auge.

Después de leer esto y confiada en el criterio de mi amigo, decidí probar. Y este viernes, orillando las cinco de la tarde, me enfrenté a las paredes rosa oscuro, a una Santa Rita de flor magenta y al timbre de esta casona de Nuñez. Dudé unos segundos y apreté el botón. Después de decir mi nombre alguien me abrió con cierto celo: primero asomó la cabeza, después se hizo unos pasos para atrás para dejarme pasar. Atravesé un pequeño patio semicubierto y me topé con el encargado de las finanzas, donde pagué lo acordado: el equivalente a tres entradas de cine por participar; será el triple, con desembolso al final, si me toca constelar.

Salvo mi amigo, que está acá adentro, nadie me conoce. Soy totalmente anónima, como lo son para mí 57 de las otras personas (la número 58 es una actriz joven bastante popular que trabaja en TV). Cuando entré estaban sentadas en hileras de sillas, en almohadones en el suelo y en sillones dispuestos alrededor del cuadrilátero. Al fondo, detrás de un gran ventanal, vi pasto, plantas y una pileta. En uno de los lados del cuadrilátero, sobre un sillón de dos cuerpos, estaba sentada María de los Hoyos. Tiene un poco más de sesenta años, el pelo corto y entrecano y rasgos armónicos. Llevaba puestos un pantalón negro y una blusa de seda beige, nada que llame demasiado la atención. Sonó un gong, seguido por una quena y un instrumento redondo de cerámica y cuero, raspado por una mujer con un palillo de madera.

Todos estábamos en silencio cuando, micrófono en mano, De los Hoyos empezó a explicar de qué se trataba el asunto y preguntó quiénes querían

. Después llamó a una de las personas que habían levantado la mano, una rubia alta y flaca de unos treinta y largos. Cuando se sentó a su lado le preguntó por qué había venido. “Pasaron diez años desde mi última relación sentimental, larga y conflictiva”, contestó. “Nunca más pude formar una pareja estable. Siento que estoy trabada en algún punto”. No era la primera vez que constelaba. “A veces nos lleva años o toda una vida trabajar alrededor de un mismo tema”, respondió De los Hoyos. Entonces le pidió que eligiera una representante de sí misma y ella con el dedo señaló a una mujer un poco más grande pero de rasgos similares, que se paró a un costado del escenario. La anfitriona le pidió entonces a la rubia que seleccionara a los representantes de su rama materna: otras personas que hicieran de su madre, su abuela, su abuelo, su bisabuelo, su bisabuela. Su

y su

se pararon uno al lado del otro en el centro. Su

estaba un poco más adelante y unos pasos más allá, su

.

En una constelación se supone que nadie sabe nada de la vida del otro. Mucho menos de su historia familiar. Pero puestos en ese escenario, los actores empezaron a moverse. La madre se ubicó al lado de la representante de la rubia, quien miraba de frente, especialmente a la bisabuela. Esta última empezó a oscilar con su cuerpo en círculos, a una velocidad creciente, cada vez más vehemente, en silencio. Entonces De los Hoyos interpretó: “Hay un dolor muy profundo, esta mujer está loca de dolor”. Y le preguntó a la rubia sobre algún suceso trágico que involucrara a su bisabuela: había muerto desangrada en el parto de su cuarto hijo, junto con el bebé. El bisabuelo estaba locamente enamorado y sufrió mucho con su muerte. Quedaron tres niños huérfanos de madre, entre ellos el abuelo. Fue una verdadera tragedia familiar.

Mis ojos y mis oídos no daban crédito. “¿Por qué fue esa actriz y no los otros los que empezaron a moverse?”, me preguntaba. “¿Dónde está la trampa? ¿Tendrán previamente datos de las personas a que a su vez luego elegirán para constelar?” De los Hoyos le pidió entonces a la rubia que eligiera a tres personas más para representar a sus tíos abuelos (los dos hijos huérfanos de su bisabuela y el bebé muerto al nacer). Guiadas por De los Hoyos, estas tres personas se pararon alrededor del bisabuelo (su padre).

“¿Cómo te sentís?”, le preguntó ella al bisabuelo acercándole el micrófono. Él hombre estaba con su cuerpo inclinado hacia adelante, sus hombros miraban al suelo, cubría su cara con las manos, se lo escuchaba sollozar. “Desconsolado”, dijo. En ese momento pensé, con algo de sarcasmo, qué buen actor este tipo que de la nada puede ponerse a llorar sin conocer el argumento.

Inmediatamente la abuela de la rubia se acercó aún más al abuelo (su marido) y le pasó la mano por el hombro. La consteladora interpretó: la abuela ocupó un lugar de sobreprotección de su marido frente a su orfandad, un lugar que no le corresponde. Entonces le pidió al abuelo que se alejara y se parara junto a sus hermanos, al lado del bebé que murió en el parto y que, afirmó De los Hoyos y constató la rubia, nunca se supo si era mujer o varón. Después le pidió a la abuela que caminara y se parara al lado de la madre de la rubia; al abuelo que se uniera a sus tres hermanos y a su padre (el bisabuelo) y explicó que era a ellos a quienes les correspondía el duelo por la muerte de la bisabuela. Sin que nadie se los pidiera, el viudo y sus hijos se abrazaron. E inmediatamente la bisabuela dejó de oscilar en círculos; su cuerpo se detuvo en seco. Creer o reventar. O creer y reventar.

(Imagen Lucía Pechersky)

Para terminar, María de los Hoyos llamó a la representante de la rubia y le pidió que le diera la espalda a su bisabuela y, especialmente, a ese “cuadro” familiar. Y explicó que esta era una forma de liberarse de los dramas del pasado, de dejar de hacerse cargo del dolor que su abuelo y su madre no habían podido enfrentar. “Acá dejamos”, puso el punto final, y las personas que habían participado volvieron a sus lugares.

Luego se sucedieron otras constelaciones, cada una de 20 o 30 minutos, con una dinámica similar. A veces la consteladora describía con precisión el drama familiar (¿cómo lo hacía?), mientras la constelada asentía y mis ojos se abrían como dos huevos fritos. A veces incluso adivinó por qué aquella persona había llegado hasta allí.

A las siete llegó el receso y aproveché para acercarme a la rubia y pedirle alguna explicación. Resultó ser amiga de mi amigo. Me contó que había visto dos veces antes a María de los Hoyos en dos talleres, pero que casi no habían hablado así que no sabía nada de su historia familiar. Le pregunté si la constelación había tenido algún sentido para ella y me confesó que siempre había querido “dar vida” y a la vez había sentido un terror superlativo a la situación del parto. Me dijo que nunca lo había asociado con la historia de su bisabuela y que su esperanza estaba puesta en que la constelación la ayudara a destrabar su vida de alguna manera.

Cuando empezaba a relajarme, al empezar el segundo bloque, De los Hoyos me puso en acción. Así que aquí estoy, de pie en el medio del escenario, con mi  a la derecha y al lado de ella, nuestra madre. Padre está enfrente. Cuando los cuatro personajes estamos en la posición en que nos ha puesto De los Hoyos es como si alguien apretara “play” y algo invisible empieza a rodar. Tengo los brazos flojos, sigo algo nerviosa, expectante, cuando empieza a caminar hacia atrás y se aleja de nosotras.

Quien está constelando, una narigona de pelo negro electrizado, llegó guiada por las preguntas de De los Hoyos a una etapa de su infancia que recuerda de manera difusa. De chica, no sabe por qué, se fue de un día para el otro con parte de su familia a vivir a una ciudad de la costa. Percibe cierta angustia de esa etapa. De los Hoyos ha dicho que ahí está el “nudo” que ella necesita desatar. Y nos llamó a escena. Cuando el

termina de ubicarse en un extremo del cuadrilátero en medio del silencio –la mayoría de las cosas suceden aquí a través del cuerpo; casi no se habla –, la

lanza un grito espeluznante, agudo, profundo, desaforado, acompañado por sus brazos hacia arriba, como si estuviera espantando algún depredador en la época de las cavernas.

Siento pavor. Inmediatamente, sin pensarlo, me pongo las manos en la cabeza, me agacho, me tomo las rodillas con las manos y quedo hecha un bollito. Es un impulso que no controlo. Rodeo con los brazos mi cabeza y sollozo, tengo miedo, aunque no sufro porque de cierta forma sé que no es real. Lo mismo le pasa a la representante de la narigona de pelo electrizado, mi hermana, ella pone sus brazos en cruz frente a su rostro en dirección a su madre, como protegiéndose del golpe que vendrá. Es una escena de violencia familiar, dice De los Hoyos. Ahí hay miedo, hay furia, hay violencia. Y cuando los gritos cesan, nos pone una al lado de la otra, juntas, de espaldas con mi hermana, y aleja a la madre a la otra punta. El padre sigue a lo lejos, como ausente. La narigona empieza a llorar y cuenta que el padre nunca fue a visitarlas en todo ese tiempo, las dejó poco antes de que ellas se fueran a la costa, nunca supo por qué. De los Hoyos le alcanza un pañuelito de una caja que tiene a mano y que se ha vaciado desde que empezó el taller. Y dice: “Paramos acá”.

Entonces es como si inmediatamente me sintiera liberada, como si la tensión cesara de golpe, como si sintiera con el cuerpo: “Ya está, dejá de actuar”. Me paro y vuelvo a mi lugar. No quedan rastros de esas sensaciones horribles que acabo de vivir. Todo ha ocurrido “como si”, nos explica De los Hoyos, así que no hay que asustarse, pero tiene la fuerza de una realidad para quien constela. No puedo explicarme qué fue lo que hizo que esas sensaciones fueran tan vívidas. No puedo creer haberme movido guiada por una fuerza que no era la de mi voluntad. Mi mundo ateo y racional que ya venía flaqueando (a causa de mi problema de salud he probado desde reiki hasta una terapia de gotas de agua investidas de energía positiva; hace poco incluso visité el Santuario de la Virgen del Cerro, en Salta) casi que termina de colapsar.

Las constelaciones se siguen sucediendo. Hay una pareja que ha ido hasta allí por su hija enferma; lloran a mares cuando constelan. Alguien en cuya constelación se desenmascara que una de sus bisabuelas practicaba brujería. Nos enteramos porque nos lo explica la consteladora cuando la mujer que hace de la bisabuela se contorsiona en el medio del escenario como si le hubiera agarrado un ataque de epilepsia. A otra, a cuya abuela le han hecho algún trabajo de magia negra, De los Hoyos le sugiere que aprenda a rezar el Rosario.

En su constelación, una mujer muy joven que ha ido porque está triste se entera de que su padre, ya muerto, no era en realidad su padre. O al menos eso surge, según De los Hoyos, de la constelación. La mujer que está constelando asiente y refuerza, en medio de un llanto quieto, que siempre lo supo. Surgen suicidios, asesinatos, gemelos ocultos que han muerto en los partos, infidelidades ancestrales, amores y hasta hijos no nacidos. En general son escenas mudas, salvo por algún grito o algún llanto; un silencio sosegado por las palabras explicativas de la consteladora.

Vuelvo a ser llamada a escena en dos constelaciones más. En la primera siento el impulso de tirarme primero al piso primero y luego arrodillarme. Estamos todos arrodillados uno al lado del otro. En la segunda, De los Hoyos me hace parar en uno de los cuatro ángulos. Estoy derecha, con los brazos caídos, y de repente empiezo a oscilar de un lado al otro y a extender los brazos como llamando a la representante de quien está constelando, que es la actriz medianamente famosa. Algo poderoso me hace querer atraerla hacia mí. La llamo con las manos y los brazos como si quisiera alcanzarla. No puedo explicarlo. De los Hoyos dice, sin que yo le pregunte, que soy la muerte que intenta seducirla. La actriz se resiste, se acerca y luego se aleja. De los Hoyos hace parar a otra persona en el medio de nosotras y la fuerza irrefrenable en mí, cesa. Mis manos se desploman pesadas, mi cuerpo deja de oscilar.

Se supone que las imágenes que van apareciendo en las constelaciones nos serán útiles a todos, que esa energía nos afectará de alguna manera y a algún nivel en el tiempo cercano a todos los presentes. Hace rato que vengo aprendiendo que no todo puede controlarse, mucho menos explicarse. Quién sabe, tal vez funcione. Confío en que algo sucederá más allá de mi entendimiento.

Las sillas van quedando vacías. Varios se acercan a saludar a María de los Hoyos. Yo me doy media vuelta y dejo el salón a mis espaldas mientras me prometo volver pronto a constelar. Después paso el patio semicubierto, dejo la casa atrás y me sumerjo en la semi oscuridad de estas calles poco transitadas.

“Nuestra vida sigue desde el principio un plan escondido. Lo llamo nuestro guión. Podemos compararlo con una película que sigue un guión exacto hasta en todos los detalles y que determina cómo acaba este juego”, ha dicho Hellinger. Conociendo el guión a través de las constelaciones, agregó, “podemos enfrentarnos a él al menos de una manera que evite lo peor para nosotros”. Me voy pensando que ahora, mañana, dentro de semanas o un año voy a estar caminando más allá de mi conciencia, hacia un lugar más feliz. Que mi problema de salud que me impide lograr un segundo embarazo se desatará como un nudo con la fuerza de las constelaciones o quién sabe qué. Dos meses después de aquel atardecer

, tras un cambio de actitud frente a la vida y contra los pronósticos de al menos siete médicos que usaron las palabras “nunca”, “olvidate”, “imposible”, me enteré de que estaba esperando a mi segundo hijo.

Nota publicada el 3 de julio de 2015 en La Agenda- http://laagenda.buenosaires.gob.ar/post/123116140160/creer-y-reventar

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