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Luciana Mantero / Narrar la búsqueda  / De todo lo malo siempre se puede sacar algo positivo

De todo lo malo siempre se puede sacar algo positivo

Por Sol B.

En mayo de 2021 pensé que me podía morir de cáncer. Me habían detectado una lesión en el cuello del útero. Hasta que me explicaron, después de varios días, que no era nada grave, creí que estaba enferma y que mi futuro era oscuro.

Durante muchas semanas el tema deambuló en mi cabeza las veinticuatro horas, todos eran pensamientos negativos y dramáticos -algo habitual en mí sobre todo en esa época-. Hasta que en una de las sesiones con mi psicóloga, me pregunté: “¿Y si no puedo tener hijos?”.

Nunca hablaba de la maternidad, no solo en terapia sino en general en mi vida. Quizás era algo en lo que no quería pensar.  No sé si por no tener pareja, porque el proyecto de familia se había roto con mi divorcio o por creer que todavía me quedaba tiempo. Lo cierto es que ese día pude empezar a decirlo.

La psicóloga me preguntó si había congelado óvulos, a lo que respondí que no y que además ya tenía 39 años y era demasiado tarde para hacerlo. Ella me dijo: “No sabés si es tarde. ¿Por qué no averiguás?”

Me dio el nombre de la clínica donde hacía tratamiento una de sus pacientes -en ese momento se llamaba IVI, hoy es WeFIV- y apenas terminó la sesión, llamé. Me dieron turno para el día siguiente.

El 7 de julio de 2021 tuve mi primera consulta. Ese día emprendí mi camino para lograr ser mamá. Aprendí que de todo lo malo siempre se puede sacar algo positivo. Quizá, si no fuera por aquel resultado, hoy no estaría narrando la búsqueda de un embarazo.

***

Al terminar las consultas de diagnóstico con los análisis de laboratorio y el conteo folicular, la Doctora Bárbara me explicó que ya no tenía mucho sentido la preservación de óvulos y que lo mejor era hacer un tratamiento de fecundación in vitro.

En ese momento aún no tenía definida la decisión de ser madre soltera por elección, así que le respondí: “¿Qué pasa si vuelvo en dos años?”. Bárbara me dijo: “Y… ya habría que ir a ovodonación”. Creo que fue la primera vez que escuché esa palabra, pero aún así entendí de lo que me estaba hablando. Recuerdo que al escucharla, sentí que la ovodonación no era algo que me fuera a pasar a mí. Era como si hablara de otra.

Llegar a la decisión de tener un hijo en solitario no me llevó demasiado tiempo. Al escuchar la historia de otras mujeres que habían hecho un tratamiento con donante, me daba admiración. Sus realidades las veía cercanas y tranquilamente podrían ser la mía.

Sabrina, mi amiga –parte importante en todo este proceso junto a mi mamá– fue de las primeras personas con las que empecé a hablar sobre este deseo de ser madre. Recuerdo a Sabrina decirme algunas frases como: “yo te veo teniendo un hijo sola” o “te podés arrepentir de no haber tenido hijos, pero nunca te arrepentirás de haberlos tenido”. Hoy, a pesar de no compartir más el mismo lugar de trabajo, la amistad sigue intacta. Para mí ella es “una persona vitamina”, como lo denomina la reconocida psiquiatra española, Mariana Rojas. Es alguien que te escucha, que no te juzga, que te entiende. Alguien que si estás mal, automáticamente te hace sentir mejor. Alguien que da igual si hace muchos meses que no la veas y que sabes que con esa persona las cosas son mucho más sencillas.

 

Cuarto tratamiento: La ovodonación: mi esperanza para seguir adelante

El resultado del último tratamiento provocó que pisara firme en mí la decisión de atravesar un camino distinto para tener a mi bebé en brazos. Me aferré, con esperanza, a la maravillosa opción que brinda la ciencia a través de la ovodonación, como en algún momento me dijo mi doctora Bárbara. Había necesitado de tres intentos hasta llegar a esta decisión. Estaba convencida de no querer perder tiempo, vería a mi doctora lo antes posible.

El 19 de julio llamé y me dieron turno para el 9 de agosto. Bárbara me dijo entonces que debíamos esperar tres meses desde la fecha de punción del último tratamiento para pedir la autorización a la prepaga y emprender uno nuevo. Me alentó diciéndome que ese tiempo lo podíamos usar para ir buscando a la donante (debido a que WeFIV tiene banco de óvulos, esto era mucho más sencillo). A los pocos días envié la ficha con mis características fenotípicas y algunas fotos. Las de la infancia no me las habían pedido, pero sentí importante que de todos modos las tuvieran. Me daba tranquilidad pensar que les darían valor al buscar nuestros parecidos. Luego llegó el momento de “cruzar los dedos” y esperar que encontraran a mi donante.

Ese mismo mes recibí una excelente noticia: mi cuerpo no tenía más el virus que hacía dos años había provocado una lesión en el cuello del útero. Con estos resultados estaba “10 puntos” para continuar el camino. Pero como no suelo quedarme quieta y siempre busco ir más allá, decidí consultar también con un médico hematólogo para que evaluara si tenía trombofilia. Los análisis salieron perfectos, pero al investigar mi endometrio no lo vio muy “receptivo”. ¡Algo había que hacer!, me dijo.

Los tres meses que siguieron me dediqué a preparar el “terreno” que “cobijara” a mi futuro hijo. Además de llevar adelante el tratamiento indicado por el hematólogo, cambié mi alimentación (una dieta sin gluten, azúcar ni lactosa), entrené, realicé sesiones de acupuntura, medité y tomé flores de bach para calmar la ansiedad que me causaba este proceso. Fueron varias semanas de lectura, investigación y participación en distintos talleres con la intención de encontrar alternativas que “allanaran el camino”. No lo viví como un sacrificio, sino todo lo contrario. Fueron momentos placenteros. Sentía que cada “pasito” que daba, con esos nuevos conocimientos, me acercaba a la llegada de mi hijo.

Y al fin, ¡llegó el gran día! El que tanto había esperado aquellos dos últimos años, el tan ansiado día de la transferencia embrionaria.  El 18 de diciembre de 2023 pasó a ser clave en mi vida. La noche previa casi no dormí. Seguramente la ansiedad y los nervios por el gran momento que me esperaba hicieron que no descansara bien. Me desperté temprano, tenía que hacerme los análisis de sangre para medir los valores de progesterona y estradiol. Había decidido dedicarme ese día, así que después del laboratorio me fui a una sesión de acupuntura (había leído que, hacer esa técnica el mismo día de la transferencia, ayudaba en la implantación). El clima era muy lluvioso y frío. Atípico para aquel momento del año. Parecía un día de otoño.  Al llegar a casa preparé un almuerzo liviano -como me había indicado la doctora- y, una vez lista -bañada y cambiada- me acosté unos veinte minutos para relajarme escuchando música tranquila. Quería bajar la ansiedad que me provocaba el momento que estaría por vivir. Antes de salir de casa le pedí a los santos -a los que tanto había rogado en los últimos días- que me ayudaran para que en la transferencia saliera todo bien y se lograra la implantación de mi bebé. Me fui de casa con el pensamiento de que volveríamos dos. Pedí un auto para ir a la clínica. Quise estar relajada y no manejar. Me acompañó mi mamá, como lo hizo siempre en estos momentos importantes. Esperamos en la recepción. Eran las 14:20, habíamos llegado bien temprano. Y a las 15:15 nos hicieron subir al tercer piso de la clínica. Me preparé en la habitación que me dieron y a los pocos minutos me pasaron a buscar para llevarme al quirófano. En la sala previa -donde me hicieron esperar- se presentó la embrióloga para informarme que además del embrión que me iban a transferir, quedaba uno más que debía llegar al estadio de blastocisto. Me bajoneó un poco porque esperaba que quedaran más embriones, pero intenté poner mi mente en positivo y pensar que el embrión de la transferencia sería mi hijo.

Al entrar a quirófano me esperaba Bárbara. Mis ojos la vieron más radiante que nunca. Disfruté de todo el procedimiento. Miraba las estrellas iluminadas en el techo y escuchaba la música que había elegido para ese momento: La vie in rose y Return to love, en versiones de Andrea Bocelli. Al terminar, me abracé con mi doctora y en la despedida me regaló una foto donde se ve la cánula dejando al embrión en mi endometrio.

Esa tarde, mi amiga Pia me escribió en un mensaje al celular: “Hablale, y decile que se aferre fuerte”. ¡Así hice! Comenzó la famosa “beta espera”. Quince días hasta el análisis de sangre el martes 2 de enero. El 2024 comenzaba, ¿sería el año de la llegada de mi hijo?

Llegó el momento de esperar un poco más, ahora con una idea que siempre me ha quedado en la cabeza. La había escuchado en uno de los Talleres de MSPE de la Asociación Concebir: Estas dos semanas ¡Estoy embarazada!… y esas dos semanas, se transformaron en 9 meses.

 

 

 

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