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Luciana Mantero / Narrar la búsqueda  / Diario íntimo

Diario íntimo

Por: Tamara

Marzo 2022

Con Gastón, mi marido, decidimos dejar de cuidarnos. Hace nueve años que estamos juntos y hace cuatro meses nos casamos. Siempre quise casarme antes de tener hijos. ¿Será mandato familiar o costumbre? No lo sé. Después de tantos años de relación, carrera de medicina, una residencia médica y dos DIU (dispositivo intrauterino, un método anticonceptivo) decidimos buscar. 

Para mí significaba esa incertidumbre de qué pasará, cuánto tardará en llegar, pero siempre desde lo positivo. Me pasaba algo así como ir al casino con plata pensando en duplicarla en una noche. Me acuerdo de que era carnaval y fuimos a Mar del Plata. Despertó mucha pasión en la pareja el hecho de querer buscar un hijo. Estábamos muy enamorados, buscándonos en todo momento, el objetivo nos motivaba. Yo estaba contenta pensando el cuándo y no en el “si vendría”. Era tan inocente que hasta lo compartí con mi mejor amigo en un casamiento: “Este año empezamos a buscar, así que prepárate para el sobrinito”. Como si fuera fabricar un producto, o seguir una receta de cocina. 

Me rodeo de amigas que se embarazaron en el primer o segundo intento, pero la vida no es así. En la residencia escuchaba mucho una frase que siempre me quedó: “No todo es soplar y hacer botella”.  

Con la llegada de mi menstruación ese mes sentí una pizca de desilusión, pero en mi cabeza me repetía: “Tamara sos ginecóloga, sabés que estas cosas no son inmediatas”. La combinación entre saber y  ser ansioso para mi, siempre fue fatal. 

 

Junio 2022

Los meses pasaban y seguíamos sin noticias. Todavía no llegábamos al punto de calcular tanto las fechas, pero manteníamos relaciones con regularidad. Yo ya me estaba angustiando con cada menstruación. Para mí significaba un duelo, un luto, algo que solamente entendemos quienes lo transitamos. ¿Qué importante es el contexto, no? 

Cuando era chica y me venía siempre era una alegría y un: “menos mal ¿Te imaginás cómo hubieran reaccionado mamá y papá si me embarazaba?”. Cuando veía camiones con el cartel de EVATEST siempre me generaba miedo. A esa edad me importaba terminar la facultad, hacer una buena residencia, conseguir un trabajo. ¡Se veía tan lejana la maternidad! 

En la residencia siempre tuve rechazo por las parejas que consultaban por fertilidad. Esa mirada perdida, desencontrada, con una ansiedad e incertidumbre que solo hoy comprendo. Uno se va deshumanizando cuando sos médico, un poco como si estuvieras en la guerra. No dormís, no comés, cosas tan básicas. Se te hace imposible empatizar con el otro, que encima viene con un problema grande. Las condiciones te llevan a un estado de autómata… ¡Imposible entender al otro si no dormís hace treinta y seis horas!. Me da vergüenza y, a la vez, me siento culpable. Debí ser más justa y empática, porque un médico con una mirada y un silencio puede decirle un montón al otro. No hace falta tener siempre la fórmula mágica. 

Pero el sistema está hecho para que resuelvas, no para que te pongas en el lugar del otro. Hoy tengo otra edad, otra cabeza y estoy en otra posición en mi vida. Si volviera a ese lugar, actuaría muy distinto. A veces pienso si no será el karma por haber pensado: “Que pesada esta mina; ya le va a llegar su embarazo” o “Ya se va a embarazar de nuevo, perdió un embrión de cinco semanas, es solo un conjunto de células”. Nadie te prepara para sentir. Uno lee innumerables textos, guías, libros, protocolos. Asistís a clases para aprender a resolver enfermedades, no enfermos ni pacientes. Pero hoy puedo comprender EL CONTEXTO. Detrás de esa consulta hay una mujer con una pareja o no, con años de búsqueda, con una familia, con miedos, o con trabajos que a lo mejor no apoyan más licencias por tratamientos. 

La culpa es un sentimiento que invade. “Me es imposible evadirme”, me he dicho mil veces a mí misma. Más adelante lo hablaría en terapia. Recuerdo todas esas mamás y papás en la puerta de neonatología esperando ver a sus bebés, o el parte médico que diría lo peor o lo “menos peor”, toda la diferencia del mundo para ellos. Los miércoles era día de abuelos y hermanos. Qué increíble como hoy, sin haber tenido un hijo en neo, me pongo en ese lugar y siento una empatía inconmensurable. 

Pero en aquel entonces habían pasado cuatro meses de búsqueda y yo ya me imaginaba lo peor: infertilidad, insuficiencia ovárica, entre otros diagnósticos que ya irrumpían en mis pensamientos. Siempre fui muy fatalista.  Entonces decidí hablar con mi médica, con quien había congelado óvulos el año anterior. Sentía que era una loca mandándole audios. Mi cabeza racional, mi parte médica pensaba: “Pero qué tarada, si cuatro meses es un tiempo prudencial para buscar”. Para mi sorpresa me entendió completamente; me dijo que estaba en un Congreso y que nos veríamos a mitad de año (unos meses después), a su vuelta. Por suerte no había que hacer estudios: ya tenía los del año previo y eran todos normales. Quizás esperaba internamente que mi médica me tranquilizara y descalificara mi ansiedad, pero el hecho de que  hubiera atendido a mi alerta, me hizo preocupar. 

Escuchás historias de que alguien no se puede embarazar, o de que a “tal pareja” le está costando. Y a su vez escuchás historias al revés: “tal persona” ya va por su tercer hijo”. Lo cierto es que me tranquilicé, calculamos fechas y esperé a la consulta médica. 

 

Agosto 2022

Finalmente llegó el momento de la consulta. La sala de espera del consultorio era blanca, reluciente, impecable. Fui sola (como lo haría la mayoría de las veces). 

Pude ver distintas parejas de todas las edades esperando entrar. Pensé -como siempre hago, casi como si fuera un juego-“:¿Qué les pasará a estos dos? ¿Estarán por su primero o su décimo tratamiento? ¿Les darán buenas o malas noticias?”. A veces sus miradas los delatan. Miradas de desilusión o desesperanza. 

Cuando entré al consultorio mi médica me recibió cálidamente. Me preguntó cómo me sentía, qué me estaba pasando.  Empecé a explicarle que hacía cinco meses estaba buscando y que sabía que era un tiempo prudencial para no quedar, pero que la angustia que me generaba la llegada de la menstruación era desmedida. Lo sentía como una falla, una frustración. 

Con mi amiga Kiara, que había transitado la búsqueda años atrás, lo definimos como un luto o un duelo. Ver sangre era un símbolo de derrota, de lo que no había podido ser. Esa tristeza no la podía compartir con Gastón. Bueno, como poder, podía; pero era prácticamente imposible que él pudiera empatizar.  Igualmente me acompañaba a su manera: con mimos, abrazos y malcrianzas. Pero ese sufrimiento era algo casi unilateral en mi pareja. ¿Sería porque es más chico y piensa que tenemos tiempo? ¿O tal vez porque es más relajado? ¿O por qué su deseo no es tan grande como el mío? La cuestión es que el hombre puede sufrirlo, pero la visualización brusca del sangrado en la ropa interior es algo que solo vive la mujer; y de esta forma, una le comunica a su pareja qué fue lo que pasó. Después de ver esa mancha, ese recordatorio rojo rutilante,  Gonza siempre me daba ánimos: “Tranquila, ya va a venir nuestro bebé” o “te amo, no te preocupes, no hay nada mal con nosotros”. 

Volviendo a aquel día de la consulta con mi médica, le comenté que había estado siguiendo las fechas de ovulación, según el calendario de una aplicación que había bajado en mi celular, y ya habría ovulado. Me propuso hacer un monitoreo de la ovulación. Me hizo una ecografía trasvaginal y me dijo: “No ovulaste todavía” y me mandó a hacer “la tarea” (tener relaciones sexuales) para el fin de semana.  Y eso hicimos. 

 

Septiembre 2022 

Se acercaba mi fecha probable de menstruación y estaba sorprendentemente tranquila. Tenía granos y algunos dolores. Sin embargo, se me atrasó. Empecé con algunas náuseas y recordé que soy un reloj: sabía que pasados cuatro días ya podría ilusionarme. A la semana me hice un test. Ya sesgada por el deseo, como veía la línea clarita, me hice otro. Eran dos rayitas: ¡Estaba embarazada!  Cuando llegó Gastón nos morimos juntos de emoción.  Y la rutina se volvió un mundo mágico, todo sabía distinto con esta noticia. Ni los domingos a la noche ni el lunes  eran tan malos. Estaba estudiando para rendir el Fellow Internacional de Ginecología Infanto Juvenil. Era un examen que constaba de tres instancias: entrega de casos clínicos, examen con opción múltiple en septiembre y en noviembre se rendía el oral. Estudiar sabiendo que tenía un test positivo hacía que levantarse un sábado a las siete de la mañana no fuera tan grave. Pensaba que en el verano tendría panza. Como estaba dentro del primer trimestre, no le contamos a nadie. 

A los diez días empecé con pérdidas. Nunca me asusté tanto.  Sin embargo, fui a trabajar hecha una piltrafa  y me dijeron que fuera a ver a mi médica.      

Una vez ya en su consultorio me hicieron la ecografía. Mi endometrio se veía engrosado, había cuerpo lúteo presente, eran todos signos indirectos de un embarazo precoz, así que todos quedamos expectantes. Me volví a acordar de todas las pacientes que había atendido en esa misma situación a las tres de la mañana, cansada y de cómo subestimaba su situación. Hoy comprendo el motivo de urgencia:  es una desilusión, un dolor. Uno quiere saber, quiere respuestas. 

Gastón se mantenía aparentemente fuerte, en su rol de hombre protector y a mí se me caía el mundo abajo. A las 48 horas, seguía con pérdidas y ahí mi “yo médica” ya lo sabía. No había nada que explicar. Empezaron los controles con análisis de la beta en sangre para controlar que no disminuyera. Después de dos semanas la beta bajó, como corresponde que suceda tras un embarazo detenido. Hicimos el duelo solos, en silencio. 

Me puse las pilas y decidí rendir. Mientras me levantaba a estudiar en vez de a empollar, ahora tenía sangrado. Me lo guardé para mí, no le dije a nadie lo que me pasaba. ¡Qué increíble lo que uno soporta!  Puse toda mi líbido en el estudio y aprobé. 

 

Octubre 2022 

Seguimos con nuestra vida. Empecé a contarlo, a mi mamá, a mis hermanas y amigas más cercanas. “Lo bueno es que ya sabes que no tenés ningún problema”, me decían. Y evidentemente yo pensaba igual. Nos relajamos un poco más. Aunque el dolor de lo que no había sido, era más fuerte. Como ginecóloga sé que ni siquiera se había formado un embrión, pero para mí era importante saber que lo había logrado. No es lo mismo eso, que no quedar nunca, pensaba.

 Me acuerdo de haber ido a almorzar con mi mejor amiga y charlar sobre eso: como   ya había quedado no tendría problemas para volver a embarazarme. Nos tomamos unas cervezas y aproveché y me fumé un par de cigarrillos; los disfruté como nunca.  Con Ana, mi médica, habíamos decidido que nos daríamos un tiempo a ver qué pasaba. Pero la Tami relajada de ese almuerzo, duró dos minutos. El tema de las menstruaciones seguía siendo un dolor en mi vida. Sin quererlo, sin buscarlo, me hacía sentir un vacío y una tristeza que no podía manejar. 

Me daba vergüenza porque pensaba que Gastón diría: ¡Qué exagerada esta piba! Desde que nos conocemos yo soy “la estresada” y  él “el relajado”. 

Nos conocimos en la facultad, en 2008. Éramos mejores amigos. Me usaba todos los resúmenes y me preguntaba qué entraba para cada parcial; y siempre le iba mejor que a mí. Recién nos pusimos de novios en 2013 y desde ahí nunca nos separamos. Él es tímido, introvertido, callado, relajado, un hombre de “pocas palabras” pero tal vez las justas. Mis amigas a veces dicen que les da intriga. “¿Qué estará pensando?”, se preguntan. Yo soy todo lo contrario: un libro abierto, desenvuelta, gritona, excéntrica, charlatana, jodona, estresada, ansiosa, organizadora, planificadora, detallista. Él es simple y yo complicada. Él podría comer fideos de la fuente y yo me abastezco de compras del supermercado por meses para que no falte nada. Aún así nos complementamos muy bien y menos mal que no hay dos como yo en la pareja, si no sería un caos, una bola de nervios. Tenemos diferencia de pensamiento en casi todo, discutimos por todo, pero a pesar de eso nos llevamos bárbaro. Hasta diferimos en pensamientos del ámbito médico. Él es clínico y nefrólogo y es muy estudioso. Sus pacientes lo aman, quizás  porque son un poco machistas (en general las mujeres) o porque él los escucha y a veces solo necesitan eso: una oreja. Hicimos la residencia en el mismo hospital: él hacía clínica y yo, gineco. A veces no nos veíamos como por 5 días por las guardias o cuando lo hacíamos, nos quedábamos dormidos. Siempre pensé: “Si sobrevivimos la residencia y aún así nos elegimos, podemos afrontar cualquier cosa”. 

La residencia te pone a prueba, saca a flor de piel sentimientos exagerados que tenemos adentro, los famosos “true colours” diría Phill Collins, o trapitos al sol en versión argento. Si sos malhumorada y con carácter como yo, te brotás. Si sos tranquilo, pero ansioso como Gastón, te pasás de rosca. Al fin y al cabo, la deprivación de sueño y el hambre nos afecta a todos. Me acuerdo de pelearme con mi mamá dormida porque me despertaba para ir a comer y decirle de todo, y al día siguiente ni acordarme, como si hubiera estado  borracha. También me acuerdo de llevar a Gastón a su casa posguardia, en alguna de esas que no dormís por 48 horas y de que se me desmayara en el auto sin poder despertarlo para bajar. Hoy me alegra un poco saber que las cosas cambiaron, aunque nunca van a cambiar como corresponde porque el residente es mano de obra barata y siempre lo será. Por suerte, hace 3 años que empecé en el hospital, dejé de hacer guardias y mi calidad de vida mejoró de manera impresionante. 

Gastón me decía: “Relajate, vas a ver que va a llegar”. O: “no tenemos ningún problema, ya viste que te embarazaste”. Yo en el fondo dudaba, no sabía si ese evento se repetiría para nosotros. 

 

Diciembre 2022 

Llegaba fin de año y de nuevo no pasaba nada. Yo me quería dar un “changüi” hasta principios de año. Estaba cansada de los médicos. Nos fuimos a pasar Año Nuevo a Mar del Plata con mi familia y la pasé horrible. No  estaban mis hermanas .Qudamos mis papás, mi hermano, nosotros dos y se sumaron dos amigos de mis papás ( viejos, obviamente),  mi tía con Alzheimer y la cuidadora. Parecíamos los enfermeros del PAMI.  Más deprimente, imposible. Para colmo –cartón lleno– (dejar esto) me había venido. Pensaba: “¡Cómo es posible empezar el año así y encima menstruando!”. Tal vez la llegada del Año Nuevo está sobrevalorada. 

Me empezó a surgir un nivel de intolerancia con el resto que nunca había vivido, de decir lo que pensaba sin filtro, como si tuviera un tumor en el lóbulo frontal. La gente es muy metida y dice pavadas. Empecé a tener una mirada distinta de la sociedad. Dicen que las mujeres somos  sensibles. Pero uno no puede cruzar palabra con el otro livianamente sobre temas íntimos y delicados y preguntar boludeces solo para sacar tema. “¿Y vos para cuando?” “Mirá que te gano de mano”. “Ya vas un año de casada, ¿Qué te falta?”  “¿Te estas cuidando?”, “¿estás embarazada? ”. Uno no sabe qué momento de la vida está atravesando el otro. No sabemos si el otro está triste porque está separándose de su pareja, buscando un hijo y no lo logra, o perdió embarazos. Escuchar estas preguntas me hacía replantearme qué mal estamos como sociedad, lo que nos falta por aprender y realmente valorar y respetar al otro. Me dieron ganas de irme de Mar del Plata y me fui antes de lo previsto. Volví a Buenos Aires y finalmente en mi casa, me sentí protegida.

(Esta historia continuará escribiéndose…)

 

 

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