El deseo más grande del mundo
Por Luciana Mantero
No todos pasamos por la experiencia de dar vida de manera espontánea. No todos elegimos hacerlo. No todos podemos lograrlo. El momento en el que millones de espermatozoides nadan hacia un óvulo, tal vez después de un grito de euforia tan carnal como el orgasmo que lo ha precedido, y uno de ellos lo penetra es un privilegio de ocho, el G-8, de cada diez parejas aspirantes a la paternidad. Para el resto es posible que la fecundación no sea tan poética.
Puede que haya sido programada con meticulosidad en día y hora, o que tenga ocasión en un tubo de ensayo con nadadores atléticos y huevos orondos propios o ajenos que se amalgamen y que recién después el embrión sea depositado con delicadeza en el útero.
Durante tres años formé parte de ese par de pares al que las estadísticas no le guiñan el ojo y pensé que ya habiendo tenido un hijo dos años antes casi sin buscarlo, no volvería a sentarme en la mesa del G-8 nunca más. Recién entonces sentí por primera vez la amargura del no-poder, empecé a mirar la maternidad con otros ojos y choqué de frente contra mi omnipotencia que empezó a tambalear.
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El doctor E. es casi pelado y su cabeza le da la impostura de un prócer, de un médico sabio. Tal vez reluzca como la de un espermatozoide visto por uno de esos microscopios que detectan movimientos infinitesimales y que se usan en los tratamientos de reproducción.
E. no se dedica a la fertilidad. Es endocrinólogo y he acudido a él por una desregulación violenta de mi glándula tiroides, tal vez por un virus, tal vez producida por mi sistema inmunológico, quién sabe, y que muy probablemente haya sido la responsable de dejar maltrecho el funcionamiento de mis ovarios.
Mis indicadores hormonales han sido una montaña rusa durante todo el año y ahora que con M. hemos decidido ir por nuestro segundo hijo, nada parece fluir como esperamos. Para empezar no fluye cada mes mi menstruación. Y sí fluyen unas ráfagas de calores incontrolables en cualquier momento y con cualquier temperatura que me desbordan, me hacen transpirar en frío y no me dejan pensar.
El rito del pasaje del primero al segundo hijo ha sido, hasta ahora, como un paso natural, algo sin demasiada reflexión mediante. Por eso, aquel otoño de 2010 cuando E. mira mis estudios, escucha mi cuento y suelta su diagnóstico me siento caer por un precipicio.
Lo miro con bronca, indignada. Debe estar equivocado. Viene a darme así, sin aviso previo, semejante noticia. ¿Qué me está diciendo?
Camino con mis anteojos negros por la calle, desorientada, intentando controlar cada lágrima. Paso por la puerta de la Facultad de Medicina, maldigo a los estudiantes de ambo. Subo a un colectivo. Bajo a tres cuadras de mi casa y suena el teléfono. Es M. que está en un viaje de trabajo. Me siento en la vereda y escupo la angustia al celular casi en forma de alaridos. Es muy posible que mis óvulos no sirvan, me he quedado sin huevos y probablemente no pueda volver a fecundar nunca más. Los vidrios de mis lentes están completamente empañados. Soy una bola de mocos y dolor.
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Al poco tiempo me llega un mail del doctor E. Es un artículo de The New England Journal of Medicine sobre la insuficiencia ovárica primaria, también llamada menopausia precoz. Se trata de un síndrome cuyas causas en el 90% de los casos son un misterio. Allí dice que, luego del diagnóstico, entre 5 y 10% de esas mujeres ha podido ser madres con sus propios óvulos. Empiezo a entender que en medicina hay pocas certezas y muchas probabilidades.
Crecí leyendo a Mafalda, la nena irónica y politizada que mira con desdén a su amiga Susanita, obsesionada con casarse y tener hijos. Muchas colegas optan por no procrear. Y sin embargo, aún ya siendo madre -o quizá por eso-, siento una intensa necesidad de repetir la experiencia. No sabía cuánto lo deseaba hasta que me topé con esta circunstancia.
Entonces con M. empezamos a recorrer especialistas y centros de fertilidad. Voy buscando una esperanza, una solución que me muestre que todo es reversible, que de alguna forma con mis propias células, un hijo saldrá de esto.
El primer médico intenta encontrar alguna explicación a mi caso y se entrevera hablando del núcleo de las células. Veo en sus ojos el brillo del desconcierto. Me hace medir mi reserva ovárica a partir de una hormona llamada Anti Mulleriana. Resulta 0.12, lo que significa un pésimo pronóstico.
Después de darme una pastilla para provocar y regular mis ciclos menstruales artificialmente me hace un estudio en la época de supuesta ovulación. Y todos entramos en una cauta euforia: hay folículos, hay esperanza. Es la segunda semana de mayo de 2010 y disparo mil mensajitos de texto de felicidad.
Pero a los pocos días los folículos no se desarrollan y la frustración me abruma. Mis FSH y LH (dos hormonas que regulan el funcionamiento ovárico) siguen en niveles menopáusicos. Y es la primera vez que escucho hablar de ovodonación. Sale de la boca de este doctor de ojos transparentes y algo incómodos. Dejo pasar sus palabras como una brisa de fondo que rumorea más que advierte. Decido cambiar de médico y darme un tiempo. Mi hijo es chico y yo estoy empezando la treintena. No hay tanto apuro, pienso entonces.
Pronto descubriré que una de las peores pesadillas de quien hace un tratamiento de fertilidad es el tiempo. Por un lado la advertencia de que las células empeoran con los años (dramáticamente después de los 35). Por otro, las eternas esperas a los médicos. Las anhelantes semanas entre ovulación y ovulación. La omnipresencia de la cuestión durante años, una dilación dolorosa.
A veces son tiempos justificados. Otras un método casi sádico del sistema.
Mi mejor antídoto para atravesarlo es escribir: voy con mi computadora portátil a todas las consultas médicas. Coordino la comunicación de una ONG y estoy investigando y escribiendo para mi primer libro. El trabajo y los momentos familiares me dan aire, me hacen respirar más allá de la tristeza.
En estas situaciones también se nos cuela la culpa. Y el peso social que suele recaer sobre todo en la mujer. “Son unos tigres”, se le ha escapado a M. con orgullo al leer el resultado de un espermograma. Mi amiga Francisca cuenta que un ecografista bromeó frente ella en un guiño cómplice al marido: “Mirá que si viene fallada es motivo de devolución”.
La mujer de campo que no da hijos es inútil como un manojo de espinos, y hasta mala, a pesar de que yo sea de ese desecho dejado de la mano de Dios.
A veces, así me siento. Yerma (1934) de Federico García Lorca, es un eco no tan lejano aún en tiempos de liberación femenina. Cuenta la historia de una mujer que no puede quedar embarazada y se siente perdida, seca, como su vientre, como la tierra que su pueblo cultiva.
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Unos meses después voy a otro instituto y consigo un turno con la eminencia en menopausia precoz. Es un tipo mayor, sincero, que sin darme demasiadas esperanzas me cuenta algún caso de éxito que más tiene que ver con los misterios del cuerpo humano que con los logros científicos. Me habla de ovodonación pero igual me anima a pelearla.
Incorporo los análisis a mi rutina. Inauguro una carpeta de estudios médicos que se irá engrosando hasta parecer un bibliorato.
Poner el cuerpo no es inocuo. Otra vez las esperas, otra vez la pastillita para regular el ciclo, la histerosalpingografía –un estudio incómodo, algo doloroso e invasivo para evaluar las trompas de falopio-, otra vez las ecografías transvaginales en supuestos días de ovulación, otra vez los pinchazos y otra vez el mismo resultado: la nada misma.
Me voy de vacaciones y pasan algunos meses en los que pongo la energía en mi libro: al fin tengo contrato con una editorial. Me hago análisis de sangre de control y ¡sorpresa! mis niveles de LH y FSH muestran cierta mejora. Estoy atravesando una “luna de miel” y es el momento de aprovecharla.
Llamo entusiasmada para pedir otro turno con la eminencia y me cuentan que ha muerto de un cáncer fulminante.
Apelo a otra recomendación y me encuentro con una médica que a la segunda consulta me habla diez minutos sobre un tratamiento que no coincide con mi diagnóstico. Cuando la corrijo me mira con displicencia, me pregunta cuál era mi problema y se pone a leer mi historia clínica.
Vuelvo al primer centro de fertilidad y por consejo de una amiga me empiezo a atender con un médico simpático a quien parece interesarle mi bienestar y está presente de cuerpo y mente en nuestros encuentros.
Avanzo con una estimulación ovárica: me aplico inyecciones en la panza durante cinco días de una costosa hormona para producir más folículos. Es el primer paso común para los tratamientos de baja (inseminación) y de alta complejidad (fertilización in vitro e ICSI, inyección de un espermatozoide en el citoplasma de un óvulo). Me hacen el monitoreo ecográfico. Nada.
Me aumentan la dosis. Otra vez las inyecciones. Mi cuerpo no responde. “Es como si fuera agua para tus ovarios”, grafica el especialista.
Mido mis niveles de LH y FSH. La “luna de miel” ha terminado.
Paso varios días en la cama, llorando, intentando procesar el golpe en la mandíbula.
Estoy cerrando mi libro. Trabajo intensamente. Pongo la cabeza en aquello y el corazón en mi familia. Cursé un año de Psicología, soy hija de un psicólogo y hablo del proceso del libro como de “un parto”; lo llamo “mi segundo hijo”.
Y sin embargo, una vez que se publica y agoto mis últimas energías en su difusión, caigo en una tristeza crónica que me hace difícil trabajar en otros proyectos, seguir adelante.
Cada panza inflada me retuerce las entrañas. Vivo los segundos embarazos de amigas con dolor y con culpa. Huyo entre lágrimas disimuladas de algún cumpleaños al que he ido a acompañar a mi hijo, acosada por cochecitos, mamaderas y la buena nueva de algún test positivo. Me ahogo en llanto a la noche cuando él se ha dormido, me duermo sobre almohadas pegajosas mientras M. me acaricia.
Añoro mi panza hecha un globo. Es cierto, hay otras cuestiones que se juegan en mis horas de terapia. Pero si una mujer atraviesa la menopausia a los 50 con una sensación de pérdida y cierta depresión, a los 33 es aún más difícil. “Es algo antinatural”, me han dicho. Para mí es un duelo. Estoy duelando los hijos genéticos que no tendré.
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Casi un año me toma procesar lo que me está pasando, llorar lo que no podrá ser.
Voy aceptando y aprendiendo que no todo en la vida puede manejarse. Pero la mitad de mí busca algo más. ¿Un consuelo? ¿Una respuesta? ¿Una solución mágica? Un lugar donde sentirme mejor. Empiezo reflexología, reiki, voy a dos talleres de constelaciones familiares, visito el santuario de la Virgen del Cerro, en Salta. Mi incredulidad se va relajando frente a cosas que no comprendo, me aparto de mis antiguos marcos de referencia.
A los dos meses decido dar vuelta la página, aceptar lo que me pasa y empezar a explorar el camino hacia una ovodonación.
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¿Qué le esperará a mi hijo si decido tenerlo a partir de un óvulo donado? ¿Cuánto influye lo ambiental, el embrión adentro de mi vientre, rodeado de mi sangre? ¿Cuánto se parecerá a mí?
¿Será tan torpe para las matemáticas como yo? ¿O tan bueno como la mujer que aportó el óvulo? ¿Sus ojos me mirarán extraños? ¿O se reconocerán en mí? ¿Cuánto influirá en su vida ese “agujero negro” de su identidad genética? ¿Y aún si pudiera conocer a la donante algún día, cómo influiría en él, en nosotros?
“Recibí esos óvulos como quién espera un trasplante o una transfusión de sangre. Los recibí para abrirle una puerta a la vida, para darle motivos a esa boca de reír y para secar sus lágrimas. Para acariciar y cuidar ese cuerpo que no tiene mis genes, ni es mío, porque un hijo no es propiedad, sino individuo”, escribe Estela Chardón, cofundadora de la ONG Concebir y mamá de dos hijas concebidas por ovodonación.
Después de tanta tristeza, gradualmente, empiezo a pensar que nada malo puede salir de este deseo tan fuerte de querer dar vida, de cuidar, de sostener, de amar. Ahora escucho cosas que antes no podía: que la construcción de la subjetividad se juega desde distintos lugares, que nacer siempre será agradecido, que la sociedad es cada vez más diversa; que ser padre es mucho más que la genética.
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Casi tres años después de mi primer diagnóstico empezamos con M. el camino hacia la ovodonación. Pido turno con otra especialista que trabaja por su cuenta. Cuando llego a la cita me cuenta que tiene hijos concebidos de esta forma. Charlamos sobre dudas y miedos. Hablamos el mismo idioma. Nos sugiere una consulta con una psicóloga especialista y la terapia es un bálsamo sobre el mar de incertidumbre.
Me cita cuando tenga mi próxima menstruación.
Empiezo con los análisis de rutina hasta con felicidad. Pienso que será cuestión de meses para recibir la noticia. Ya me veo con otro hijo en mis brazos.
Nos vamos de viaje con M. y todo fluye de otra manera.
Pero a la vuelta mi menstruación no llega y maldigo y me preguntó por qué, aún en esta instancia, las cosas siguen siendo difíciles.
Llamo a la especialista, quien prácticamente me obliga a hacerme un test de embarazo. No le veo sentido. Ya soy experta en este tipo de análisis; en ellos y en sus frustraciones. Corto el teléfono y voy a desgano a la farmacia.
Aquel 14 de febrero de 2013 me entero de que Joaquín está por llegar a mi vida.
Nota final: Esta crónica, publicada originalmente el 18/01/15 en La Nación Revista, del diario La Nación, fue el germen del libro El deseo más grande del mundo. Testimonios de mujeres que quieren ser madres (Paidós, 2015). El libro cuenta la historia de la autora y de otras nueve mujeres a quienes también les costó concebir o están en la búsqueda de un hijo. Se publicó en distintos países de Latinoamérica así como en España e Italia, dio lugar a la charla TEDx Demasiado tarde para tener hijos a decenas de charlas en toda la Argentina y al taller de escritura “Narrar la búsqueda”, que Luciana dicta actualmente y de cuya curaduría provienen los textos de este blog, escritos por algunas de sus participantes. Comunica sobre este tema desde su cuenta de Instagram @lucianamantero
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