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La cura está en vos

Adriana baila en una de las peatonales más transitadas de la ciudad de Corrientes con una remera blanca que dice “La cura está en vos”. Su sonrisa es la de siempre: parece una invitación al abrazo tierno. Pero tiene los ojos duros, concentrados, atentos a no perder el ritmo de aquella canción caribeña. No está sola, ni está loca. La acompañan otros cincuenta jóvenes con la misma remera y los mismos pasos coreográficos. También hay unas chicas disfrazadas de gotitas de sangre que se retuercen dentro de sus trajes de gomaespuma rojos y negros. Una cámara de televisión de Buenos Aires viajó para filmarlos. Termina el merengue, se apaga la cámara y  Adriana Ayala Carimi se afloja: “Las cosas que uno tiene que hacer para conseguir una médula ósea”.

Se siente cansada porque aún no terminó de recuperarse de la etapa del post trasplante, que fue la más difícil. Desde que recibió las células madre de su hermana Araceli –en un procedimiento similar a una transfusión de sangre-, hasta que estas células,  que forman el tejido esponjoso llamado médula ósea, se alojaron en sus huesos y empezaron a reproducirse y a fabricar glóbulos rojos, blancos y plaquetas, se pescó todos los bichos posibles. Tuvo la suerte o la bendición –está convencida de que Dios está metido en todo esto-  de contar con el cien por ciento de compatibilidad genética de alguna -en su caso las dos- de sus hermanas, algo que sucede en uno de cada cuatro grupos familiares. Con esta donación enfrentó la segunda etapa de su leucemia, el temido y llamado cáncer de la sangre. Si ninguna de sus hermanas hubiera sido compatible, Adriana hubiera tenido una chance en 40 mil de encontrar a algún gemelo genético en el mundo a quien recurrir.

En Argentina son 320 las vidas que hoy penden de un hilo y dependen de encontrar su aguja en el pajar de los bancos de donantes de médula ósea. No sólo para pelear contra la leucemia sino también contra otras 145  enfermedades. Los 65.332 donantes registrados en la lista del Incucai, el 0,15 por ciento de los argentinos, y los 22 millones en todo el mundo no alcanzan. Y Adriana Ayala Carimi sigue quedándose cada vez con menos amigos.

Donar médula ósea es tan sencillo como darse unas vacunas durante cinco días y dejarse extraer sangre con una maquina similar a la que se utiliza para diálisis. Anotarse en el registro de donantes implica aún menos: exponer el brazo a una enfermera que, con suerte, tratará las venas con cierta delicadeza y extraerá aquel líquido rojo que se suele dar por sentado, hasta llenar una jeringa. La lógica va por delante: cuantos más donantes haya, menos historias trágicas para contar. Ya no se hablará de Bachi, un peruano de 45 años que vivía en Oklahoma y que estaba orgulloso porque su hijo había ingresado a la universidad; de Nehuén, un bebé de un año y seis meses que esperaba un trasplante en el Hospital Garrahan;  de Rocío, correntina de 14 años y fanática de Britney Spears; de Marcos, cuyo papá donó médula ósea y le salvó la vida a alguien más, pero no pudo hacer florecer los seis años de su hijo.

Con Lucía, a Adriana se le acabó la paciencia. Se habían hecho amigas en el hospital Pediátrico de Corrientes durante la primera etapa de su enfermedad, a los 14 años de ambas. Y coincidieron en sus recaídas, a los 23. Los hermanos de Lucía no eran compatibles y, mientras  esperaba encontrar un donante, soñaba con su graduación de artista plástica y con el vestido violeta más elegante y sugerente que habría de usar. Al tiempo, hacia fines del 2010, Adriana se llenaría de bronca e impotencia, una vez más. La muerte de Lucía fue la chispa que encendió a Correntinos hasta la médula y no le calmó la bronca, pero al menos la hizo poner su energía en salvar otras vidas.

Hoy Correntinos hasta la médula trabaja por la concientización, la difusión y la promoción de la donación de médula ósea en 15 provincias.  Para Adriana, “salvar la vida de alguien está al alcance de nuestros brazos”.

Nota publicada en la Revista Tercer Sector Nro 93

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