Lugares a los que me llevó mi búsqueda
Por Ángeles Castro
Tenía ganas de conocer la Virgen del Cerro, sentía que tenía que ir. Tengo en mi haber más de una decena de imágenes, cintitas y experiencias de personas que fueron hasta allá y pidieron por mí, empezando por mi mamá. Ella fue hasta Salta y me habló por primera vez de la Virgen embarazada, que también está allá, en la catedral de la ciudad.
Así fue que en noviembre de 2021, todavía entre pandemia y barbijos, le dije a Lean:
–¿Qué te parece si estás vacaciones nos vamos a Salta?
– ¡A salta en enero! Vos estás loca ¿Sabés el calor que hace ahí en Verano? Además las vacaciones para mí son con playa, si no no son vacaciones– me contestó tajante.
Chau, mi intento de plan se vino abajo, de todas maneras tampoco insistí tanto. En algún punto comparto la idea de que las vacaciones de verano con mar tienen otra magia. Para ese entonces, no tenía idea de lo mágico que podía ser descubrir los pueblos andinos. Pero no quería empezar otro tratamiento sin haber ido hasta la Virgen del Cerro a pedirle, rogarle y suplicarle, desde lo más profundo de mi alma, que interceda en mi pedido, mi deseo más grande: ¡ser mamá!
Pasaron un par de días, estaba trabajando frente a la computadora, cargaba casos de covid en un registro epidemiológico. Transitábamos una nueva ola y me llega un mensaje de WhatsApp de Lean. La imagen del mapa de Argentina con la ruta marcada desde Mendoza hasta la Quiaca y abajo decía: “¿Te pinta?”
La mañana del 8 enero de 2022 salía el sol y nosotros con él rumbo al Norte Argentino. La camioneta cargada con todo lo que necesitábamos para andar 1500 kilómetros por la emblemática ruta 40: mate, agua caliente, heladerita y el iPod repleto de listas de reproducción de un amplío repertorio de géneros musicales.
Hicimos una parada al llegar a San Juan en la Difunta Correa, llevamos una botella de agua en nombre de mi papá que, como buen Sanjuanino, es muy devoto de ella. Hicimos el primer pedido en este viaje. La miré a los ojos con su bebé prendido en su pecho y en silencio para mis adentros dije: “Vos que entendés del amor incomensurable de madre, que mantuviste con vida a tu pequeño a través de tu leche, ayúdame a conseguirlo, te lo suplico”.
Estiramos los pies y seguimos viaje hasta Belén de Catamarca, donde descansamos esa noche para arrancar al otro día temprano hacia el próximo destino. Continuamos el camino y, entre mates y música, comenzamos a adentrarnos en los Valles Calchaquíes.
Ciudad Sagrada de los Quilmes, leí con esfuerzo en un cartel a orillas de la ruta. “¡Paremos a ver que es”!
Seguimos una callecita de tierra por 5 kilómetros, todo muy árido alrededor, comenzamos a recorrer el lugar, nuestra piel ardía con el calor del mediodía de enero.
Las ruinas son imponentes y sin dudas llevan a un viaje en el tiempo. Allí mismo han construido un centro de interpretaciones, donde los jóvenes de la comunidad trabajan como guías.
Entramos en un pequeño microcine y comenzó un documental que cuenta la historia de su pueblo que aún sigue vivo, pese al evento más crudo y terrible que tuvieron que soportar: la colonización. Los Quilmes fueron uno de los asentamientos prehispánicos más importantes de los pueblos calchaquíes y en las ruinas de su Ciudad Sagrada, entre las pircas que aún se conservan, se respira y siente su cultura. Fueron torturados y esclavizados, los exiliaron caminando hasta Buenos Aires, donde llegaron a lo que hoy conocemos como Partido de Quilmes en la provincia bonaerense . Fue tanto el dolor del pueblo que muchos de ellos murieron en el camino; y muchos de los que sobrevivieron decidieron no reproducirse para que sus descendientes no siguieran siendo sometidos a la esclavitud.
Cuando terminó el documental y encendieron las luces de la sala, no paraba de llorar, la angustia recorría cada parte de mi cuerpo. No podía creer que todo eso que acababa de escuchar era real y a su vez me conmovía la fuerza de sus raíces, que siguen de pie.
No lograba entender cómo es que sentía esa emoción tan fuerte, hasta que pude recordar una frase que leí en un libro de esos que leemos intentando buscar respuestas: “Para el inconsciente biológico, lo que da por resultado, dolor o muerte tenderá a no repetirlo”.
Viajé piel adentro, busqué en mis entrañas, le pregunté a cada una de mis células, de mi ADN qué información hay en mí que ha interpretado como peligroso traer vida. Ese cuestionamiento me llevó a preguntar por las mujeres de mi vida, todas aquellas que existieron y posibilitaron mi existencia: mi madre, la madre de mi madre y la madre de la madre de mi madre. Así fue que llegué a conectar de un modo especial con Ramona, mi bisabuela, mujer a quien mi mamá ha admirado y amado durante toda su vida. Llegó en barco desde España, primero a Buenos Aires después a Córdoba y luego Mendoza, donde se radicó y desarrolló su vida, que posibilitó la mía. Aquí trabajó la tierra, crió gallinas y vendió huevos. Quedó viuda de José, mi bisabuelo y el amor de su vida, con quien se escapó en ese barco que los trajo a América. Cuando él falleció ella estaba embarazada de su tercer hijo. Fue tanto el dolor y el trabajo duro en la tierra para seguir alimentando sola a sus hijos, que lo perdió. No me gusta decir: “que lo perdió”. Perdemos lo que tenemos posibilidad de encontrar, lo que dejamos en un lugar que no recordamos tal vez … pero los hijos, no se pierden … Y acá me encontré con la primera información dolorosa de mi inconsciente biológico: en mi historia, la de mis ancestras, traer vida había estado seguido de la muerte de sus maridos.
Margarita Segunda es el nombre de mi abuela paterna, aunque le decían “Ñata”. Es la única de mis abuelos que conocí. Dueña de unos ojos azules profundos, su pelo blanco inmaculado y una gracia pícara y espontánea. Se agarraba su pollera y bailaba cualquier canción que sonara. Mi viejo es muy parecida a ella y heredó esa gracia. Creo que yo también. Nació en San Juan, donde conoció y se casó con Eleodoro, mi abuelo. Tuvieron dos hijos, mi papá -el mayor- y luego mi tía. A los dos meses de nacida su segunda hija mi abuelo murió ahogado en el dique El Zonda. Comía un asado con amigos a la orilla del agua. Sabía nadar, pero le dio un calambre.
Otra vez la muerte del padre cercana al traer vida al mundo aparecía en mi historia.
Recién hicimos la primera parada de este viaje, que además no estaba programada, y yo sentía que había andado kilómetros y kilómetros en mis adentros.
(Continuará…)
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