Más allá de los muros
– ¿Qué sueñan con ser de grandes?
– De grande quiero ser…policía
– Futbolista
– Como Messi
– Gendarme
– Pintor como mi papá
– Él va a ser pibe chorro – dispara Dilan y se atraganta en una carcajada
Emanuel contraataca.
– Y vos drogón.
– ¿Alguno trabaja?
-Yo cuido autos en Coto.
-Él sale a pedir y roba en el supermercado chino.
Con los chicos es un diálogo desordenado. Se ríen, se ponen tímidos. Están sentados en una ronda al lado de la canchita.
En realidad todos van a la escuela y ninguno trabaja, según el coordinador de los espacios de juegos de la Fundación Prevención y Asistencia en Salud Mental (PRASAM), José Canto. “Hacen tareas intradomésticas como limpiar, cocinar y cuidar a sus hermanos, algo que todavía en las familias no está reconocido como trabajo infantil”, dice.
La idea de progreso, de ascenso social, de ser profesional no aparece en su mapa mental.
A Carlitos Espinoza le gustaría ser músico. Participó de un taller de murga y toca la batería a las mil maravillas. Aprendió “de oído”. También se luce con el repique y araña algo de bajo y guitarra. Si tuviera acceso regular a esos instrumentos, podría cumplir su sueño.
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Un muro grisáceo, algo agrietado por el paso del tiempo, graffiteado, gélido, grávido, que va transcurriendo con cada palabra de una historia de vida contada de manera simple, casi como quien no quiere la cosa, como si fuera una rutina usual entre las millones de vidas que se tejen, autistas, intramuros.
Quien la cuenta es Daniel Rosenberg, 50 años, psicólogo, mentor. Hace unos doce cambió su vida de clase media en Palermo por un pequeño barrio cerrado en Canning, Ezeiza, provincia de Buenos Aires.Su casa da a un campo abierto con vacas y pastizales. En 2002 creó la Fundación Prevención y Asistencia en Salud Mental (PRASAM), una ONG que se instaló en Almirante Brown –en la zona sur del conurbano- para contener a los niños y a las familias más pobres a través de asistencia psicológica, espacios de juego y actividades de educación no formal.
Sus hijos juegan torneos ´intercountries´ y se codean con amigos que viven detrás de aquel muro grisáceo que ahora recorremos y que delimita el barrio cerrado El Ombú. Algunos nacen de un lado, otros del otro, pensó; una explicación que hería su sensibilidad y que lo llevó en 2011 a extender el trabajo de Prasam a aquella, su comarca.
Guiado por Gabriel Delecraz, un concejal amigo, bordeó por primera vez ese muro impenetrable hasta llegar a un recoveco de Tristán Suárez, dejando atrás las calles pavimentadas, internándose en los caminos poceados, de barro. Hoy se ven igual que entonces. En el asiento de atrás Gonza, el hijo de Daniel, inhala una bocanada de realidad y marea una pelota de un lado al otro.
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Una pelota se eleva en el aire con la fuerza de un jugador de 15 años que sueña con ser Messi. La patada es igual de potente aun sin botines de primera marca. La destreza que han adquirido los pies de Lucas, cuyos dedos se asoman en punta por un hueco de sus zapatillas ruinosas, la coloca con la velocidad correcta, la altura justa y el ángulo preciso, en el lugar equivocado.
El golpe duele, es fuerte y seco, en el pecho. Lucas mira con vergüenza, se acerca corriendo, da la mano, pide perdón y estampa un beso aún a quien no conoce.
La canchita de fútbol está armada a unos metros de la capilla San Maximiliano María Kolbe, de Tristán Suárez, en un predio de la Iglesia en el que funciona un merendero, un comedor, una precaria biblioteca, donde se dan talleres de arte, apoyo escolar y clases de guitarra coordinados por Prasam.
Al partido lo dirige un estudiante del Instituto Superior Grilli, un profesorado de Educación Física de Monte Grande, institución que firmó un convenio de pasantías voluntarias.
Cada sábado desde la mañana unos 60 niños juegan al fútbol, al básquet, al vóley, a la mancha, al quemado, con sogas, con globos, con aros o pintan. Después almuerzan y se van a jugar a la plaza, un terreno vacío con dos o tres trepadores, a dos cuadras de la capilla.
En lo que va del trabajo los pibes fueron aprendiendo reglas de convivencia, formas de solucionar sus peleas. Al principio, lo que salía era la violencia.
Siete hijos que duermen con su mamá en un solo ambiente. Casas que no tienen aislamiento térmico y sólo se curan del frío por el hacinamiento. Un niño estrábico de doce años al que sus amigos apodaron ´Kirchner´, que hasta hace poco no había sido diagnosticado y aún no usa anteojos. Otro de 14 indocumentado. Casas construidas sobre terrenos ajenos. Padres que suelen alcoholizarse. El paco, moneda corriente. Adultos vencidos, destruidos en lo más profundo de su subjetividad, que se conforman con lo que les dan pero no tienen fuerzas para salir a pelear la vida.
Y en el medio de todo eso muchos chicos aún vírgenes de desesperanza. Que se mecen sobre el limbo de la marginalidad, mientras la moneda gira sobre sí misma en un tiempo precioso, acotado, finito.
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La mañana empieza a descarcharse y el sol que acaba de salir hace que todo reluzca. El predio que rodea la capilla tiene pasto verde; está sembrado de arbustos vigorosos que rodean un camino de adoquines serpenteante.
En frente hay casas de ladrillo a la vista y un caballo que pasta.
Los muros del templo son blancos, el techo a dos aguas. El edificio es sólido.
El aroma a guiso empieza a asomar de la cocina.
En un gran salón sostenido por columnas de cemento y lleno de mesas largas y bancos de madera, quince niñas con sus camperas puestas dibujan con marcadores y témperas, y pegan papelitos a modo de collage.
Ayelén hizo unas nubes de algodón con un sol de témpera y un cartel que dice “Papi, te quiero”. Mariela un corazón en marcador rojo y brillantina con la sigla CABJ (Club Atlético Boca Juniors). Yasmín dibujó un paisaje que es el día y la noche, el sol y las estrellas, la luna y los pájaros.
Preparan sus regalos para el Día del Padre, una fiesta de agasajos y consumo que hasta un tiempo antes les resultaba ajena.
Al fondo dos madres voluntarias ordenan una pequeña biblioteca catalogando los ejemplares por edades. Suena relativo. Muchos de los chicos cursaban tercer o cuarto grado sin saber leer ni escribir.
Un día PRASAM puso en marcha una acción de comunicación para mostrar su trabajo en aquel barrio. Se habían convocado medios. Estaba patrocinada por una empresa importante y la idea era lanzar decenas de globos de elio al aire, a modo de festejo. José Canto decidió involucrar a los chicos. Ninguno había visto antes un globo de elio ni sabía que el gas los lleva para arriba. Resultó la primera clase de física y un momento único en sus cortas vidas.
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Mirta de Miranda es el alma del lugar. No tiene ya hijos chicos pero su devoción a la legión de María la mantiene incólumne en la capilla cinco días a la semana, sea para sostener el merendero o rezar. Ama tu prójimo como a ti mismo, es el mandamiento que la inspira. Y su marido le sugiere en broma que, más fácil, se instale a vivir en el templo.
Ella fue una de las señales que encontró PRASAM a la hora de soñar con que un trabajo en ese barrio, en ese lugar, iba a ser posible y sostenido en el tiempo: lo que se llama el referente local.
Su pelo es castaño, sus ojos están circundados por arrugas y lleva los anteojos sobre la cabeza. Rondará los 50.
Aclara de entrada que todos estos chicos están bautizados. Y después cuenta que muchos vienen sobre todo a comer el almuerzo, porque a la noche no cenan.
Mirta tiene tres hijos que terminaron o están estudiando en distintas universidades del conurbano. Su marido es pintor. Los chicos lo ayudan porque en todos los trabajos que consiguen les ofrecen menos dinero.
Como Gabriela Grieco, coordinadora de la sede Ezeiza, y algunos otros de los diez integrantes rentados y diez voluntarios de PRASAM, hacen trámites para gestionar documentos para los chicos, conseguirles algún medicamento, juntar donaciones; manejan la relación con sus vecinos de El Ombú, que ya donaron -entre otras cosas- libros, comida, juegos y algunos inodoros con destino maldito: a los pocos días se los habían robado.
Prasam subsiste con el apoyo de Fundación Telefónica y otras empresas, algunos pocos donantes particulares y la Secretaría de Niñez y Adolescencia de la Provincia de Buenos Aires.
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“Había una vez un niño que al despertarse un día… no recordaba su nombre, tampoco donde había nacido, cuál era su familia, a que escuela iba, cuáles eran sus amigos, ni siquiera, cuáles eran sus juegos favoritos”.
La historia de Martín, inventada en 2008 por chicos de PRASAM e ilustrada con un fotomontaje producido por ellos, va mostrando paso a paso cómo es la vida de un niño sin derechos.
Junto a su memoria, Martín va recuperando en el cuento cada una de las cosas “más importantes que todo niña puede tener”:
“Un nombre, que nos identifica.
Una familia, que nos quiera, nos cuide, nos respete y nos proteja.
Atención médica y una alimentación que cuide nuestra salud.
Una escuela y maestras que nos ayuden a crecer y aprender cada día
nuevas y mejores cosas.
Amigos con los que compartir nuestras alegrías y tristezas.
Tiempos para el juego y la recreación, que nos ayuda a crecer sanos”.
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Es hora de comer. Los chicos se sientan alrededor de las mesas, varones por un lado, mujeres por otro. Esperan ansiosos el guiso que ya llena las narices de tomate, lentejas y orégano.
José Canto cuenta que lo costoso del trabajo es que es uno a uno, cuerpo a cuerpo, en especial con las situaciones familiares más difíciles. Rosenberg recuerda una vez que, en la habitual visita a las escuelas de los chicos para hablar con sus maestros y directores, se encontraron con una de las adolescentes.
Estaba con una amiga y se cruzaron mientras esperaban a la directora en un pasillo. Se saludaron con afecto.
– ¿Y ellos quiénes son? – le preguntó la amiga
– Ellos son mis papás.
Afuera, Gonza corre detrás de la pelota, juega a las escondidas y patea tachos con Ricardito, un nene del barrio.
No se sabe quién nació de qué lado del muro.
Texto publicado en la Revista Tercer Sector Nro 92 de diciembre de 2013
http://www.tercersector.org.ar/nota-info.php?id=638
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