RISAS QUE CURAN
Nota publicada en la Revista Viva de Clarín, el 21/04/13Milagros cotidianos. Entre el miedo, la angustia y el dolor, los payasos de hospitales les devuelven la esperanza a los chicos que están internados.
Cinco payasos estacionan sus autos en fila sobre una de las calles laterales al hospital de Pediatría Juan Pedro Garrahan. Es una estructura chata pero colosal construida en blanco y rojo, de formas rectangulares y gran cantidad de caños a la vista. Sus equipos tratan a un tercio de los chicos con cáncer del país, colocan corazones artificiales, hacen 150 trasplantes anuales, 11.000 cirugías y atienden 400.000 consultas. Es uno de los más grandes y de los pocos en Latinoamérica en los que trabajan regularmente y de manera evaluada y sostenida desde hace cinco años, una decena de payasos profesionales de hospital.
Ha estado lluvioso toda la semana. Los payasos caminan por la galería sacudiendo sus paraguas, rumbo a la puerta. Se topan con un guardia, firman una planilla y se dirigen a los vestuarios. Se calzan sus medias can-can, sus zapatos, su ropa colorinche, se pintan la cara, deslizan sobre su cuerpo un guardapolvo blanco con las letras de la ONG “Alegría Intensiva”. Lo llevan abierto, desprolijo. Huele a flores.
En pleno hall hacen una ronda, tocan la guitarra, cantan y resuenan amplificados en aquella mañana quieta. Se abrazan, se arengan, saltan como si estuvieran festejando un campeonato y salen al ruedo.
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Desde que en 1998 Hollywood popularizó, en la piel de Robin Williams, la historia del médico y payaso Hunter Doherty «Patch» Adams y su activismo de la alegría, este cruce de disciplinas ganó legitimidad.
En los ´90 fueron surgiendo en el mundo cada vez más organizaciones de payasos profesionales o voluntarios, con mayor o menor calidad artística que, con fondos privados o públicos, se enfocaban en ese redespertar del juego, del ser niño en el niño enfermo.
La creación en 1986 de la cosmopolita Clown Care Unit (Unidad Clownesca de Cuidado) del Big Apple Circus de Nueva York -compuesta hoy por 90 payasos en 17 hospitales- produjo el mayor efecto Big Bang. Muchos de sus integrantes volvieron años después a sus países y empezaron sus propias ONGs. De allí surgieron Doutores da Alegría en Brasil y Le Rire Médecin en Francia, que a su vez inspiraron PallaSOSpital y Pallapupas en España; Bolaroja en Perú, Alegría Intensiva y Payamédicos en Argentina, Die Clown Doktoren en Alemania, Dream Doctors en Israel… según una investigación de Doutores da Alegría existen al menos unos 200 grupos, aunque se estima que son muchos más.
En una entrevista con la revista brasileña Veja el director del Big Apple Circus, Michael Christensen, recordó: “Cierta vez en el inicio del programa un médico me dijo: `El hospital no es un lugar para payasos´. Yo le contesté: `Tampoco para niños´”.
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Los payasos llegan a una sala de internación del Garrahan e irrumpen como si quisieran sorprender. Pero muchos de los niños se despertaron temprano, pidieron ser bañados y cambiados pronto y los están esperando.
Una médica les acerca un bebé de alrededor de un año. Sus ojos abiertos, curiosos, conectan directamente con el pajarito de la vincha de una de las payasas. Hay música pero el bebé está sordo. El bebé no deja de mirar esa vincha. Sus ojos se ensanchan extasiados.
“Lo que es bueno para los chicos es bueno para todos. Esto los hace desconectarse de la internación, de los pinchazos. Y a nosotros también”, opina Victoria, una enfermera con cinco años de historia en ese hospital.
“A veces por ahí están llorando encaprichados con que no quieren tomar la medicación y uno aprovecha. Les dice: `Tomala que ya van a venir los payasos´ “, cuenta otra de ambo rosa. “Tratamos de conectarnos pero a veces es breve. Es difícil hacerse tiempo para una caricia, dar la mano. Uno está pensando que al paciente de al lado se le acaba la analgesia o que tiene fiebre. Es cierto, también es una defensa”, agrega.
Los payasos se dividen. La dupla femenina entra a la habitación de Marina, una nena de 15 años recostada con los brazos en cruz. Ella abre los ojos y gira su cabeza para verlas. Tiene una remera fucsia en la que baila una princesa. La performance se construye sobre su probable inquietud adolescente: una de las payasas quiere conseguir novio y llama a muchos candidatos, sin suerte. El tenue zumbido de un motor se mezcla con el olor a desinfectante. Marina tiene gran parte del cuerpo paralizado. Con su mamá se ríen divertidas.
Se escuchan los gritos del otro grupo en la habitación del fondo cantando “La Felicidad”, de “Palito” Ortega.
Y entonces la pregunta más apática resuena en los pasillos solitarios del Garrahan: ¿No es esto sólo un parche inútil? ¿No son dosis de caridad para calmar conciencias intranquilas?
“A veces creo que mi trabajo es tirar botellas al mar”, reflexiona la payasa peruana Wendy Ramos, fundadora de la ONG Bolaroja.
En Manizales, Colombia, cuando recién empezaba su trabajo, Ramos visitó un hospital de oncología infantil. Le habían hablado de Sebastián, de 11 años, que se destacaba por su entusiasmo, su inteligencia, su sensibilidad. Pero ese día el niño acababa de salir de quimioterapia y estaba apagado, sin ganas. Jugaron un rato con títeres, muñecos y canciones. Se fueron cabizbajos.
Siete años más tarde recibió un mail de Sebastián. La había encontrado a través de su página web. Le contaba que a raíz de aquella visita él había decido que se iba a curar, que iba a ser clown hospitalario y que iba a “clownear” un día con ella. Para entonces había cumplido casi todos sus sueños; sólo le faltaba que su payaso,
, y el de ella, se encontraran para “clownear”.
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De acuerdo a un estudio realizado por Doutores da Alegría entre casi 600 profesionales de 13 hospitales de Brasil, el 89 % cree que después de la presencia de los payasos los niños colaboran más con su trabajo, el 85,4 % que presentan evidencias clínicas de mejora, el 78 % que se alimentan mejor y el 74 % que aceptan más los procedimientos médicos. El 90 % cree además que el trabajo realizado por los payasos aumenta la confianza de las familias en la mejora de los niños y genera que jueguen más con ellos. El 87 % sostiene que esta acción mejora la percepción de las familias sobre el ambiente hospitalario. Los médicos opinan también que el trabajo del payaso mejora su propia relación con los pacientes: los hace jugar, buscar otras formas de aproximación, verlos como niños.
¿Qué es eso que se conecta entre el clown y el niño, que se enciende y derrota a la tristeza, al malestar o al dolor de la enfermedad?
“Usualmente toma al niño por sorpresa, sin alertas de defensa. En ese primer momento lo veo a los ojos y veo la llama, el interés, la voluntad, el poder de la niñez y la necesidad de dejar ir la enfermedad y ser un niño otra vez. Es mágico”, dice a
desde Israel Shoshi Ofir, clown
de Dream Doctors.
“Una nena de 9 años tenía que hacerse análisis de sangre todos los días. Solía gritar, patear y tratar de escapar – sigue Ofir-. Un día llegué en el medio de este proceso. Cuando entré al cuarto la niña se sorprendió y paró de gritar inmediatamente. Luego de esto sus padres reprogramaron sus exámenes para que se hicieran en los momentos en los que yo estaba trabajando. Todo fue bien durante una semana, pero una tarde tuve que atender una emergencia y no pude acompañarla. Los padres y los doctores pensaron que la niña iba a empezar a gritar y a llorar otra vez, sin embargo ella les dio su brazo, cerró los ojos y con una gran sonrisa los dejó hacer. Cuando terminaron les dijo: “Pensé en ella y sentí que estaba conmigo”.
“Creo que ese momento de conexión entre el payaso y el niño es un lugar muy misterioso, mágico – dice Silvina Sznajder o
de Alegría Intensiva- . Hay algo que tiene que ver con entrar en el plano de la fantasía, con el lugar de la vida. El niño está ahí internado, en un plano tan crudo que cuando una ráfaga de fantasía, de juego, de lugar vital entra… es como si uno estuviera sin respirar en una habitación y de pronto abrieran una ventana: instintivamente se acerca a tomar aire. El clown tiende un puente directo con ese lugar vital desde el amor, la poética y la vulnerabilidad. Porque conecta con el otro desde su propia fragilidad, desde el mostrase tonto o irse hacia un juego y entusiasmarse. El clown y el niño hablan el mismo lenguaje”.
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Es un sector de cuidados especiales, lleno de niños que luchan contra el Cáncer. Desde afuera se los ve recostados, cada uno como detrás de su vidriera: algunos duermen, otros ven televisión o se dejan revisar por enfermeras.
Los cinco payasos planean la mejor estrategia para acercarse a Andrés y a Carlos, un niño y su padre, usualmente impenetrables. El niño es morocho, de unos tres años, lleva el pelo muy corto y tiene una sonda que se desprende de su nariz y baja por su cuerpo. Mira en penumbras la televisión. Sentado en un sillón contiguo, de espaldas a la “vidriera”, su padre vela por él.
Dos payasas entran en la antesala, se lavan las manos y golpean el vidrio. Entonces empieza a escucharse, suave, una canción.
En lo que dura la melodía la nuca del padre continúa imperturbable. El niño gira su cabeza en una ocasión, mira a las payasas y vuelve a la televisión. Ellas salen de allí como derrotadas.
Cualquiera habría esperado otro rechazo tajante pero Carlos, con sus ojos claros, algo saltones, enrojecidos de tristeza, se asoma y conversa con
. Él protege el camino hacia su hijo como un soldado. Está muerto de miedo a las bacterias que andan dando vueltas. Andresito tiene las defensas bajas.
Suspira hondo, habla despacio, con la voz ahogada. El periplo para su hijo empezó a los seis meses. Llegaron de San Luis a Buenos Aires con mucho miedo a la Gripe A, después de un largo peregrinaje en busca de un diagnóstico.
Desde el trasplante de médula hace cinco meses el nene lucha por ponerse bien. “¡La está luchando tanto! ¡La estamos luchando tanto los tres!”, dice. Aunque la zanahoria de volver a sus pagos se acerque y se aleje todos los días. Andrés no conoce otra vida que la de la enfermedad.
¿Cómo harán los médicos y las enfermeras cada día? ¿Cómo se las arreglarán los payasos para ser sensibles y alegres en el cuarto de al lado?
Ahora están ocupados en un diálogo desopilante de sonidos precisos, como si fuera japonés o chino, que les propuso el niño Brian apenas entraron.
Es un nene de tres años, autista. No había conectado con alguien desde que, seis meses atrás, llegó a internarse. Ahora se miran los tres intensamente.
Tiene Leucemia. Está parado sobre su cama y pisa sus sábanas de Winnie the Pooh. Se toma la cabeza con sus manos, se tapa los ojos mientras emite onomatopeyas, exclamaciones agudas que combinan dos o tres vocales y consonantes. Las payasas lo imitan e improvisan, manteniendo el ritmo de la conversación. Hay sentido para ellos.
Aún sedado, Brian se la pasa casi todo el día yendo de una punta a la otra del cuarto. Había estado como perdido y muy enojado, hasta que se produjo ese “milagro”, como llamará su mamá Mabel al momento que están viviendo junto a los payasos.
La “función” está por terminar. Una de las payasas se acerca al niño, le sonríe y le regala un sonido. Entonces él acerca su manito izquierda a la boca, hace ruido de beso y se lo da. Nunca antes había regalado un “beso volador”, cuenta Mabel. Ese regalo, es un privilegio.
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