SEÑORA DE NADIE
Nota publicada en el suplemento «Las 12», del diario Página 12 el 05-04-13 http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/las12/13-7948-2013-04-09.htmlAunque la invisibilidad es un estigma para mujeres como ella, que cobran salarios en negro y pautados a dedo para realizar tareas domésticas, el anonimato es necesario para conservar el trabajo. Por eso guarda su apellido y declara un nombre, Soledad, demasiado literal para una historia que, con su trazo particular, pinta la historia de muchas otras. El Régimen Especial de Contrato de Trabajo de Trabajo para el Personal de Casas Particulares, que ya tiene categoría de ley, podría empezar a reparar la extrema desprotección de las empleadas domésticas. Pero para eso hay que empezar a nombrar: trabajo al trabajo y «ayuda» -ese eufemismo tan de la clase media- a la que se da desinteresadamente.
En la clase media y alta argentina nadie sabe muy bien cómo llamarlas y cuando algo es difícil de nombrar, es una mala señal. Solemos decirle , , , ,; sólo en ocasiones . Y tendemos a “confundir” su ayuda profesional con favores personales (“. Casi siempre el afecto, se atraviesa en el vínculo.
La Ley de Contrato de Trabajo las excluye y el flamante “Régimen Especial de Contrato de Trabajo para el Personal de Casas Particulares” –aprobado en el Congreso por unanimidad el 13 de marzo, a partir de un proyecto presentado en 2010 por CFK- viene a intentar equiparar estas deudas –licencia por maternidad, igual indemnización, 35 horas seguidas de descanso semanal, el pago de horas extras-. Pero como la gran mayoría (el 84 % según el INDEC) trabaja en negro, no es parte de la economía formal, no existe, en la práctica no goza de ningún derecho laboral. Es invisible. Su sueldo –que suele ser paupérrimo- se decide “a dedo”.
Y eso que en su usual rol de cuidadoras de niños, escondidas en la intimidad de nuestros hogares, son el sostén casi exclusivo de la masiva incorporación femenina al mercado.
El trabajo doméstico es un encuentro entre clases, culturas y en ocasiones nacionalidades (el 40 por ciento de las empleadas de casas particulares que trabajan en la ciudad de Buenos Aires nacieron en países limítrofes o en Perú). Para muchos empleadores, insertos en burbujas tan resistentes como para pasar toda una vida allí adentro es la única oportunidad de conocer y acercarse al mundo de la pobreza sin la intervención –o la distorsión- de los medios de comunicación. Sólo algunos lo ven como una oportunidad. Para otros, es un “mal necesario”.
Sentadas en aquel bar de Palermo, nada era demasiado distinto a cada vez que una empleada doméstica abre la puerta de su trabajo: ella estaba en un mundo ajeno, yo en el propio. Era un día de un inédito calor invernal y pareció que hubiéramos estado esas seis largas horas durante las que conversamos, en una isla. Mientras ella me contaba su historia, las personas iban rotando en las mesas y el vidrio contiguo se transformaba en un muro cada vez más opaco. Muchas veces, deseé estar del otro, salir a respirar algo de frivolidad.
Ella se llama Soledad –pidió mantener su apellido en el anonimato- y nació en Piura, la quinta ciudad más habitada de Perú, cerca de la frontera con Ecuador y a mil kilómetros de Lima. Es una región tropical, donde el calor supera y se mantiene en 40 grados centígrados. No hay estaciones; por eso la casa de esterillas y barro en la que pasó su infancia no le causaba mayor inconveniente térmico.
Vio la luz junto a su hermana Carmen, un primero de junio de 1964. Las mellizas fueron la cuarta y la quinta integrantes de una familia de ocho hermanos, de las más pudientes de aquel barrio humilde.
Su padre era militar de la Guardia Republicana. Lo recuerda algo afectuoso y casi totalmente ausente. Su madre cobraba el sueldo de su marido y hacía negocios como prestamista; así pudieron progresar y con el tiempo construir una casa de materiales más nobles.
Hasta los once años vivió una vida relativamente tranquila. Sus hermanos estudiaban en la universidad, su madre estaba presente. Después, con la psicosis su hermano mayor todo se tornó denso, turbulento, revuelto como un huracán.
La madre pasaba la mayor parte del tiempo en Lima cuidándolo y siguiendo sus internaciones. Y volvía a Piura hecha una nube espesa de ira y frustración.
– Se volvió muy violenta, nos pegaba a todas, se volvió muy mala.
Llovía la furia sobre sus hijas mujeres, especialmente contra Soledad: en su versión quien la trajo al mundo, fue quien más la hizo sufrir.
Un tiempo después, a sus 15 años, se les vino otra pena encima: su hermana fue violada por un vecino y se convirtió en madre a la fuerza. Soledad fue la encargada de criar al niño, presentado en el barrio como hijo ilegítimo de su abuelo, “para evitar la vergüenza”. Sostuvo la escuela como pudo mientras gerenciaba su casa entre mamaderas y pañales. Aún así logró recibirse de maestra.
– Después vino lo peor. Mi hermano violó a mi hermana; y después me violó a mí. Ahí fue cuando me salí de mi casa – escupe con bronca, torciendo la boca húmeda de lágrimas.
Huyó a trabajar a Tierra Negra, Huancabamba, a ocho horas a caballo de Piura. Pero si una docente primaria ganaba 200 soles (78 dólares) al mes, una empleada doméstica podía cobrar 360 (140 dólares). Duró muy poco en la docencia: el dinero y la idea de vivir en una gran ciudad fueron el estímulo más tentador.
Una amiga le ofreció un trabajo seguro y ella, sin decir nada a nadie, se perdió entre el gentío de la capital y se mezcló con las mucamas de la alta sociedad limeña del barrio de La Molina. Los caserones amplios, las calles tranquilas con rotondas verdes y arboladas le mostraron otra vida posible. Allí, a sus 22 años, arrancó formalmente su “carrera” como mucama.
Empezó trabajando en negro en la casa de un peruano y una italiana de mal carácter y tres hijos. La mucama de un embajador le enseñó, mientras ambas paseaban al perro de sus patrones, a reclamar por lo que le correspondía. Después de dos años de trabajo renunció con juicio y les sacó mil soles.
Se anotó en una agencia y consiguió empleo en otra casa adinerada de la zona. Le fue mejor: la empleadora, una chilena casada con un empresario peruano, descubrió que Soledad tenía talento para la cocina y la recomendó para otro trabajo acorde a sus cualidades, mejor remunerado.
Entonces entró como cocinera en la casa de los dueños de una compañía de Seguros con tres hijos, un jardinero, una lavandera, un chofer y una mucama. Y mientras su “patrona” tomaba clases de pintura o jugaba al tenis, ella tenía tiempo para estudiar de los libros de cocina que iba comprando, y de experimentar. Lomo relleno con salsa de ciruela o al roquefort, pechugas con espinaca al vino blanco, rellenas de azafrán, ostras, ceviche de concha negra…
Diez años después de haberse ido de Piura sintió que tocaba el cielo con las manos cuando le pidieron que cocinara para la fiesta de compromiso de la hija de su empleadora, con el hijo de la famosa chef peruana Marisa Guiulfo Zender. Fueron muchas jornadas de intenso trabajo que a ella le supieron una mezcla de explotación laboral y desafío personal. Según la protagonista de esta historia, cuando terminó el evento Guiulfo Zender pidió conocerla y la felicitó por su talento.
– Yo tengo tus conocimientos pero no tengo tu sasón- recuerda que le decía Sandra, la hija de su patrona recibida de Chef en Francia.
Ganaba 2000 soles (775 dólares) al mes y tenía algo de dinero ahorrado. Entonces se animó a soñar. ¿Por qué no podía viajar a Europa a estudiar cocina? Llamó a un tío que vivía en Alemania y le pidió que la ayudara. Pero su madre le bajó el pulgar y él se echó atrás.
En aquella casa rica de Lima Soledad se sentía reconocida, valorada, pero quería más. Cuando una conocida le habló de las mieles de la convertibilidad argentina (un peso valía un dólar) y le ofreció un trabajo seguro decidió, ese invierno de 1999 que fue su bisagra, que de todas formas se iría al extranjero y tendría éxito. Envió los 2000 dólares que le pedían de adelanto, compró un pasaje de avión “sólo ida” y se dejó llevar a través del continente.
***
Un bolso chiquito, un aeropuerto inmenso al que llaman Ezeiza, gente alocada con sus valijas y una mujer exultante y sin plan B. Eran las seis de la mañana de un día fresco de principios de primavera. Soledad se sentó en uno de los asientos del hall y esperó. Esperó. Siguió esperando a que pasaran a buscarla, pero nadie se hizo presente. Las horas pasaron. Se quedó ahí hasta las 7 de la tarde hasta que, deshecha en lágrimas, se resignó a la idea de que había sido completamente engañada.
Le siguieron nueve meses de oscuridad. Tanta que los cuenta de un tirón y sin parar de llorar. Dice que prefiere así, porque que no quiere volver a acordarse. Vivió en la estación de ómnibus de Retiro, en la calle y comió de Cáritas y de la solidaridad de las personas que iba conociendo. Aprendió a rebuscárselas vendiendo latitas de gaseosas y flores. Nunca se alimentó de la basura ni dejó de enviarle algo de dinero a su familia, aclara. Y recién cuando pudo juntar para el ómnibus Buenos Aires-Lima-Piura, con el orgullo intacto, emprendió la vuelta por sus propios medios.
Pero en Perú la situación familiar volvió a ser insostenible. Recorrió los lugares en los que había trabajado y recurrió a las personas que había conocido. A través de un profesor de la Universidad de Lima consiguió una carta de recomendación para entregar a miembros de una congregación religiosa en Buenos Aires. Y volvió por la revancha.
Trabajó cuidando a una señora mayor en un barrio cerrado de la zona Norte del Gran Buenos Aires. La asistió por tres años hasta el día de su muerte. No llegó a encariñarse porque tenía esa fatal sensación de que en cualquier momento volvería a perderlo todo.
Después se mudó con una amiga a una casa tomada cerca del Shopping Abasto. Se inscribió en bolsas de trabajo de distintas Iglesias y fue a visitar la Basílica de Nuestra Señora de Lourdes, en Santos Lugares. En pocos días la llamaron para una entrevista y empezó a limpiar, de miércoles a lunes, la casa porteña de los dueños de un Casino de Tres Arroyos. A la semana, por su pericia o el favor divino, tenía otros seis posibles trabajos. Tomó algunos por hora.
En su vida casi siempre trabajó en negro. Tuvo buenas y malas experiencias. “La puerta está abierta. Detrás tuyo vienen otras chicas”, le dijeron una vez cuando se quejó por la cantidad de trabajo. En otra fueron aún menos amables.
– Les dije que me iba a Perú y que necesitaba que me pagara mis vacaciones y mi tiempo de servicio. ¿Qué hicieron ellos? Me mandaron a comprar y cuando regreso, no me abrieron la puerta.
Años más tarde otro empleador la dejaría nuevamente en la calle una noche de invierno y sin sus cosas, por haber hecho entrar a la casa a una compañera de un curso que había ido a alcanzarle unos apuntes. Pero esa es otra historia.
– Yo le pedí a la Virgen el trabajo con el y ella me lo concedió. Le había pedido hacer la experiencia de trabajar con una persona sola, del sexo opuesto, que me cuidara. Porque nunca me he casado y… siempre tengo esa intriga de cómo será convivir. Yo salía de franco un lunes y justo me llamó para tener la entrevista ese día. Dios me lo mandó.
***
Soledad tiene una voz aguda y al hablar entrecierra sus ojos negros, muy negros y chiquitos. Es flaca. Su cara es alargada y el pelo, corto y esponjoso. “Es algo rara. Suele ofenderse muy fácil y no quiere trabajar en grupo con cualquiera”, observó una profesora de uno de los cursos de la escuela de Capacitación de U.P.A.C.P (Unión de Personal Auxiliar de Casas Particulares), donde nos conocimos. A veces tiene arranques de furia contra el mundo y maldice desde las entrañas. Otras frunce su boca, mira hacia abajo y se desborda en un llanto tímido, entrecortado. Hace poco intentó con un psicólogo; la derivaron a un psiquiatra. Carga su mochila con recelo y en ella lleva desde fotocopias de documentos viejos, ropa, hasta un alicate. Cuando sonríe su boca grande, expansiva, y su mandíbula hacia adelante la hacen florecer.
***
El nuevo empleador se llamaba Hernán Petric y era ” de Alchemy Sociedad de Bolsa S.A., una compañía financiera.
Cuando se conocieron pisaba los 40, era huérfano, no tenía hermanos, ni tíos, ni pareja estable; un hombre libre de compromisos que necesitaba alguien –le explicó a Soledad- que se hiciera cargo del hogar y su organización…
– Que ocupara el lugar de la señora de la casa
Venía de una familia de clase media baja y había empezado a trabajar de joven. Le fue bien: manejaba un Mercedes Benz, vivía en un amplio piso 13 en la esquina de Virrey Loreto y Arribeños, rodeado de edificios elegantes y embajadas. Consumía vinos de 500 pesos, veraneaba en Marruecos, España y Estados Unidos. Disfrutaba del buen vivir.
Empezó a trabajar de lunes a viernes “con cama”, por 1500 pesos (500 dólares de aquel entonces). Era su primer trabajo en blanco en Argentina y la época en la que empezó a tramitar su residencia legal –la obtendría poco después gracias al Plan Patria Grande que regularizó a inmigrantes del Mercosur y sus Estados asociados-.
Al tiempo el se percató de que los fines de semana ella no tenía a dónde ir y le dijo que dispusiera de su casa.
Soledad se fue convirtiendo en la gerenta del hogar. Pagaba las cuentas, hacía las compras en el supermercado, sugería el menú siempre de acuerdo a los designios del estricto método Cormillot al que el se sometía para bajar de peso. Organizó un sistema para ahorrar gastos y mejorar la calidad de los alimentos: una vez por semana se levantaba al alba y, después de dejar el desayuno y la vianda preparados, se iba al mercado central de Liniers a comprar frutas y verduras.
Se esmeraba en lustrar el piso de parquet italiano, en ordenar prolijamente cada una de las remeras en su gaveta correspondiente, en planchar los pantalones de la forma en la que al le gustaba.
– Yo le compraba las medias, le compraba hasta la ropa interior porque él no tenía tiempo.
Si él quería comer algo en especial, ella salía con su changuito a recorrer el barrio hasta conseguirlo. Lo convenció de probar un champú para bebés que aplacara la grasitud de su pelo y de animársele al ceviche –que se abocó a preparar con esmero y seis variedades de pescados-.
– A veces cocinábamos juntos. Los domingos hacíamos pizza. Y se reía porque yo soy de comer muy poco y él comía mucho. Nunca me voy a olvidar un viernes que estaba baldeando y se me aparece en la cocina con una camisa que él tenía, muy holgada, de cuando era delgado. Estira su mano, se da la vuelta y me dice: `Mire señora Soldad ¿Cómo me queda la camisa?´. Parecía un matambre. ¡Me hacía reír tanto!
Nunca se tutearon ni tuvieron contacto físico.
Pero de a poco el s, dos años menor que ella, le fue desovillando la historia. E insistió para que empezara un tratamiento psicológico, a su cargo.
Un día la madre de Soledad se enfermó y ella decidió viajar para velar sus últimos sueños. Él afrontó el pasaje y hasta suspendió un viaje para acompañarla hasta el avión. Pero la vieja resurgió de las cenizas y volvió a ser la misma arpía de siempre. Y a los pocos días el atendía las súplicas telefónicas de Soledad para que la sacara de allí.
– Me respetaba mucho, siempre tuvimos el roce de empleador y empleada. Nunca quiso que regresara al Perú, decía que no me merecía esa suerte. `Usted es muy buena conmigo. Yo la estimo, la aprecio mucho, porque usted se ganó mi respeto, mi cariño y mi amor. Yo la quiero señora Soledad´, me decía.
Él la convenció para que dejara de enviarle dinero a su familia y empezara a ahorrar: anotaban los gastos y él depositaba el excedente del sueldo (que había subido a 2.200 pesos) en su cuenta bancaria, en dólares. Lo registraban puntualmente en un cuaderno cuadriculado.
– `Soledad, usted trabajó toda su vida, tiene que poder disfrutar, retirarse y tener su lugar propio donde vivir´, me decía. Me consiguió otros trabajos para los fines de semana en casa de sus amigos.
Contra la opinión de él, ella empezó a prestar dinero a conocidos, como lo hacía su madre. Llegó a juntar en total –dice- nueve mil doscientos dólares.
Él la hizo soñar por primera vez con una casa propia.
Pero un día, después de seis años, él se murió en sus brazos.
***
A Hernán Petric el corazón se le detuvo para siempre en su casa, un 20 de julio de 2011, en presencia de Soledad.
Se fue de este mundo apretando bien fuerte su mano y con el último suspiro –derrama ella entre recuerdos líquidos-, su alma se elevó “como un humito blanco” que la atravesó mientras seguía su camino hacia el más allá.
– Los médicos me decían que le hable. Yo le decía ´No señor Hernán, no me deje sola, no me deje. Por favor no me deje sola, yo lo necesito´.
Esa madrugada, después del SAME, cuando el cuerpo aún no se había enfriado llegaron los mejores amigos de Hernán. Según Soledad tomaron algunas cosas que había de valor a sugerencia de los policías que estaban en el lugar, envolvieron la ropa de ella en una sábana y le pidieron que se fuera inmediatamente, antes de que llegara el juez.
Intentaron volverla invisible, pero ella había firmado el parte médico. La fueron a buscar a los pocos días para que declarara en la Comisaría 33 y sus palabras –junto a las de ellos- quedaron plasmadas en un expediente judicial.
Después tuvo que llamarlos, insistirles, perseguirlos y rogarles que le devolvieran sus nueve mil doscientos dólares.
– Si yo quiero, no te doy nada – le aclararon. Y ella lo sintió como un golpe en la mandíbula.
Se los dieron –cuenta ella- contra entrega de aquel cuaderno cuadriculado escrito de puño y letra por el No le tocó ni un céntimo de indemnización ni de herencia.
Cada día durante el mes que le siguió al entierro aquel 27 de julio de 2011, Soledad fue a llorarlo al Nicho 22, Galería 24, del Cementerio de la Chacarita.
Y en alguno de esos días de desconsuelo decidió estampar, en una placa brillante, su propio homenaje:
***
– Mucha gente me lo pregunta. No sé si estuve enamorada. Pero lo extraño mucho al
– dice entre lágrimas-. Él era muy bueno conmigo. Él no me hubiera dejado en la calle.
La última vez que la vi cursaba computación y cocina en la escuela de U.P.A.C.P; tenía varios trabajos de limpieza por hora y, como se había quedado en situación de calle, dormía en un Parador del Gobierno de la Ciudad.
Los fines de semana viajaba a la casa de una amiga en La Plata a lavar su ropa.
Había pasado más de un año, pero todavía lloraba la muerte del
– Viene todas las semanas; a más tardar cada diez días. Es la única que lo visita- me dijo por ese entonces el cuidador de la Galería 24 del Cementerio de la Chacarita, cuando le pregunté quién había acomodado con tanto esmero aquellos lirios y claveles rosados y blancos en el nicho de Hernán Petric.
Sufría algunas confusiones espacio-temporales.
Caminaba por las calles de Buenos Aires, como si fuera invisible.
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