El deseo más grande del mundo

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El deseo más grande del mundo nos habla a nosotras, las mujeres que tenemos el deseo profundísimo de ser madres y no podemos o nos cuesta.

También es la historia, contada en primera persona, de Luciana Mantero y otras nueve mujeres que proyectan embarazos que no llegan o que se detienen, entre esperas dilatas, tratamientos de fertilidad, desencuentros con sus parejas, intentos de adopción, remedios que parecen mágicos y las propias dudas sobre el deseo.

«¿Qué nos pasa a las mujeres cuando empezamos a buscar un embarazo y este se demora? En tiempos en los que atrasamos la decisión de ser madres, cada vez muchas más nos encontramos con que el camino a la maternidad tiene curvas y desvíos. Mientras escuchamos el tictac de nuestro reloj biológico acudimos a la medicina en busca de ayuda, nos preguntamos por qué las cosas no son como en un cuento de hadas y ponemos la vida y el cuerpo, en función de poder cumplir ese deseo que sentimos como el más grande del mundo. Este suele ser el principio de muchas de nuestras historias. Empecé a escribir este libro el día en que me aseguraron que no volvería a ser madre sin la donación de un óvulo ni un tratamiento de fertilidad de por medio. Ese día, también, algo empezó a transformarse en mi interior, acaso sin que yo misma lo supiera. Entonces vinieron las visitas a distintos médicos, los análisis, las repercusiones sobre la pareja, la incertidumbre e, incluso, la búsqueda de soluciones en terrenos aparentemente menos inteligibles que el de la ciencia, como el de la fe o el de la magia. Y también, por entonces, empecé a cruzarme con las historias de otras mujeres. Por distintos caminos fui accediendo a ellas y al oírlas supe de sus búsquedas, de sus fantasías de convertirse en madres, de las ilusiones y desencantos de los que estaban hechas sus vidas. Al escucharlas supe, al mismo tiempo, algo sobre mí. Más allá del final, todas nuestras vivencias revelan un manojo de sentimientos universales y la complejidad de un tránsito, en el sentido más inquietante del término, como algo que está por realizarse o una expectativa irresoluta. El tránsito sin suerte por la búsqueda de un embarazo, sobre todo cuando dura años, es una experiencia imposible de contar sin poner las tripas sobre la mesa. Solemos vivirlo en privado, con cierta vergüenza, y lo hablamos solo en ámbitos muy íntimos, pero el impacto es tan profundo que casi siempre nos enfrenta a nuestros prejuicios y pone nuestro mundo patas para arriba. De esta experiencia se entra de una manera y se sale de otra, sea cual fuere el final.»

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Reseñas de prensa

Diario La Nación

«Esperar ese hijo que no llega te revuelca como un tsunami»

Apenas publicó el libro «El deseo más grande del mundo», hace casi dos años, la periodista y escritora Luciana Mantero comenzó a recibir una catarata de mensajes de mujeres que atravesaban tratamientos de fertilidad, que habían perdido embarazos, que esperaban en una larga lista de candidatos a adoptar… todas con el mismo sueño, convertido en pesadilla: ser mamá. La angustia de tener que insistir en esa vocación había teñido por completo el placer de la búsqueda. Para ellas, la vida parecía haberse detenido. Y sólo retomaría su curso el día que lograran cumplir con ese, que era la madre de todos los deseos. Desde entonces, los mensajes no han cesado. El libro se convirtió en un éxito de ventas y acaba de publicarse en italiano, con excelentes recomendaciones del nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa en su portada. Cuenta la historia de la autora en la búsqueda de su segundo hijo, junto con la de otras nueve mujeres que soñaban con un hijo que no llegaba. «El deseo más grande del mundo» terminó por crear un espacio de identificación y contención para miles de parejas con historias similares. Desde el último sábado, la autora, esposa del jefe de gabinete de ministros, Marcos Peña, emprendió un tour que la llevará durante los siguientes meses a recorrer distintas provincias del país, para encontrarse con aquellos que sueñan con ese hijo que no llega.

 

–¿Cómo se transforma la vida de una mujer que anhela ser madre y no lo logra?

–No hay una sola forma de vivir esta situación si no tantas como personas; pero hay muchísimos puntos en común. A la mayoría el tema nos revuelca como un tsunami. Esa fantasía de que el hijo vendrá como fruto de una noche de amor y placer se transforma en una rutina de estudios médicos invasivos que implican poner el cuerpo, esperas desmesuradas a los médicos, esperas ansiosas por los resultados de los análisis y la ovulación cada mes, la vida íntima de la pareja trastocada, sumada a la angustia que acecha frente a la idea de que no podremos ser madres. Y la soledad, porque a muchas nos da vergüenza hablar del tema, que implica socialmente para hombres y mujeres cierta supuesta «debilidad», menos hombría o menos femineidad. Es un tiempo que es casi como un limbo, como un destiempo en el que postergamos otras decisiones –cambiar de trabajo, viajes, mudarnos, encarar nuevos proyectos– a la espera de ese hijo que no llega.

 

–¿Hasta dónde está dispuesta a llegar una mujer que busca un hijo?

–Depende de cada uno, de sus valores, de su códigos morales, de su manera de ver la vida. En El deseo más grande del mundo cuento desde la historia de una mujer que se subió a un micro y se fue a Misiones a comprar un bebé de una mujer en situación de pobreza (algo absolutamente ilegal), hasta la de otra que dice que su límite es la ovodonación. Hay quienes están dispuestos a dejar la pareja, el cuerpo, su patrimonio y la vida en esto y otros que en seguida se dan cuenta que pueden ser felices sin hijos y ponen el límite a la vista. La pregunta que sobrevuela en el libro es justamente es esa: ¿Hasta donde estás dispuesta a llegar? ¿Vale la pena?

 

–¿La no llegada del hijo tiene una carga distinta en los miembros de la pareja? Hasta qué punto este es un profundo deseo femenino?

–Creo que es un profundo deseo del ser humano, hombre o mujer, o al menos de la gran mayoría. La diferencia es que la mujer es la que pone el cuerpo, la que amamanta y, como digo en el libro, como están dadas las cosas en nuestra cultura, nos guste o no, es la que dedicará más tiempo y energía en su vida a la crianza y a las cuestiones cotidianas –algo que tendría que ser mucho más repartido– postergando otros proyectos o deseos. Y entonces ese plan mental y emocional que nos hacemos para nosotras cuando decidimos tener un hijo, es mucho más un plan de vida, que ahora tenemos en suspenso. Esa carga distinta de cuerpo, tiempo y energía –aunque no del deseo– se traduce en el peso y el dolor de la búsqueda frustrada. Es difícil para los dos pero para la mujer, en general, es peor.

 

–¿Cómo ocurrió en tu caso? ¿Esa búsqueda fue el punto de partida del libro?

–Mi caso, en este sentido no fue distinto al de otros. Pero el punto de partida de este libro fue más un proyecto profesional que personal, es decir, no fue una catarsis. Lo disparó un concurso de periodismo narrativo. Estaba embarazada de siete meses, no podía salir a reportear, buscaba una buena historia sobre la que escribir y sentía que tenía una entre manos –la mía–, sobre un tema de interés social… acababa de aprobarse la Ley de Reproducción Asistida-. Esa crónica tan personal derivó en una nota que publicó La Nación Revista y fue el germen del libro. Decidí enriquecerlo con las historias de otras nueve mujeres a quienes también les había costado tener hijos y así compuse, con mi historia llevando el hilo narrativo del libro, El deseo más grande del mundo. Me habían diagnosticado menopausia precoz a los 33 años, cuando había empezado a buscar a mi segundo hijo. Viví las etapas que vivimos todas: enojo, dolor, preguntarme por qué a mí, correr a los brazos de la medicina reproductiva buscando una solución, buscar lugares de consuelo y hasta remedios mágicos o ligados a la fe. Peregriné por siete médicos que me decían que era prácticamente imposible ser madre con mis propios óvulos, empecé a duelar la maternidad genética, me derrumbé, me levanté, acepté lo que me estaba pasado y entendí que la maternidad era mucho más que la genética y que un hijo nacido con óvulos donados sería otro final feliz. Y cuando empecé el camino hacia la ovodonación, milagrosamente, quedé embarazada de forma natural.

 

Tu libro hizo eco en miles de mujeres que están en la misma búsqueda. ¿Por qué creés que fue? ¿Les permitió encontrar un espacio para compartir experiencias y sentirse contenidas?

–Definitivamente. Esto de sentir que una no está sola, que no está loca por sentir lo que siente, verse reconocida en las demás… de alguna manera supongo que las lectoras sienten que el libro valida lo que les pasa y las acompaña. El deseo más grande del mundo encontró un nicho de miles de personas que se sienten solas con su dolor y no encuentran un lugar donde compartirlo. También creo que aportó mucho a la hora de transmitirles a las parejas, hombres o mujeres, lo que sienten. Hace poco una lectora posteó en un grupo de Facebook una foto del libro sobre la guantera del auto, de fondo se veía la ruta, el campo, y escribió: “Mientras viajamos rumbo al próximo tratamiento, mi marido no quiere que deje de leer”. Otra me contó que después de varios tratamientos se fueron con su marido al campo a descansar unos días y se lo llevaron. Lo leyeron durante esos días, lloraron, se encontraron. A las semanas de volver, justo antes de empezar el próximo intento, se enteró de que estaba embarazada. Hay algo muy profundo que se mueve cuando uno se siente reconocido en otros.

 

–¿Cómo es el día a día de alguien que está en esta otra espera, que no es nada dulce?

–Es una espera dolorosa que se traduce en esperas. En general está atravesada por la espera anhelante, por el oficio de poner el cuerpo y por la angustia. La espera a médicos en las salas de espera, la espera en para hacer los trámites en la obra social, la espera de si la menstruación llega o no llega, si ovulamos o no, si los resultados de los análisis dan bien o no, si el tratamiento funcionó y estamos esperando un hijo, o no. Ponemos el cuerpo en análisis invasivos, nos inyectamos hormonas, nos aspiran óvulos o nos transfieren embriones en el marco de los tratamientos de fertilidad. Y sufrimos pensando que tal vez no seremos madres…

 

–Vas a recorrer el país, participando de encuentros para parejas que están en la búsqueda de un hijo. ¿Cómo surgió la idea y con qué situaciones te encontraste en las provincias?

–En septiembre de 2016 la periodista especializada en temas de maternidad Alejandra García Krizanec me invitó a viajar a Córdoba para dar una charla en el marco de un té con 150 mujeres y hombres, gratuita, en un hotel de la ciudad. Se asoció con un centro local de fertilidad para poder hacerlo y al final de la charla el doctor César Sánchez Sarmiento respondió preguntas médicas. Se sobrepasó el cupo de inscripción. El evento fue un éxito y se generó un clima tan lindo, los mensajes que recibimos el día después a través de las redes sociales fueron tan conmovedores, que decidimos en 2017 seguir haciendo estos eventos con la misma metodología. Yo había viajado a muchas ferias del libro y me daba cuenta de que no era el ámbito apropiado para un libro como este.

 

–Es más difícil buscar un hijo para alguien que vive en el interior del país?

–Si, es más difícil. Hay menos acceso a la tecnología de la reproducción, porque los centros más avanzados están en Buenos Aires y en las grandes ciudades. Y está el tema del viaje, que agrega todo el trastorno para la vida y el costo económico. A esto se suma que en los pueblos o ciudades chicas, y aún en muchas grandes, hay en general una mentalidad conservadora respecto a este tema. Y que todo se sabe. Me ha pasado en Venado Tuerto, donde un señor que llegó justo al filo de una presentación, entró cabizbajo, nervioso, se acercó a un puesto en el que se vendía el libro, le habló a la vendedora en susurros, lo compró y se fue rápido mirando al piso. El tema sigue generando vergüenza.

Diario Infobae

«El deseo más grande del mundo», el difícil camino hacia la maternidad

Acompañada por «una mesa de amigos», la periodista y escritora Luciana Mantero se reunió con sus lectores en un encuentro que tuvo como objetivo celebrar el éxito de su libro «El deseo más grande del mundo», en el que narra su historia personal y la de 9 mujeres más que desearon ser madres y ese hijo no llegaba. «Fue hermoso conectarse con tantas otras mujeres y romper un tema tabú como este. Por eso, quise celebrar».

«¿Seré una excepción? ¿Qué me espera? ¿Qué les pasará a otras mujeres? ¿Cómo vivirán la situación de querer un hijo y no poder tenerlo de manera natural?», son algunos de los interrogantes que recorre el libro.

Finalmente, su ‘mesa de amigos’, en la Librería Eterna Cadencia estuvo completa junto al ministro de Cultura de la Nación Pablo Avelluto, quien mucho antes de ser nombrado para esta función fue un gran motor durante el proceso de edición, la periodista María Julia Oliván, que vivió en carne propia la a veces difícil búsqueda para concebir y la periodista cultural Verónica Abdala.

«Siento que una u otra forma, fueron parte de esto. María Julia se involucró mucho y pasó por lo mismo, sentí que tenía que estar. Pablo es un amigo, sin él no habría sacado este libro y Verónica fue otro gran apoyo», dijo Luciana a Infobae.

Luciana relató en primera persona la búsqueda de su segundo hijo Joaquín, que tuvo junto al jefe de gabinete Marcos Peña, al enterarse que sufría de menopausia precoz. Fue entonces que comenzaron las consultas a los especialistas, los miedos, las frustraciones pero por sobre todo, el hecho de saber que no estaba sola y que muchas otras mujeres estaban viviendo de una u otra forma lo mismo.

«Sin los testimonios de todas estas mujeres tampoco habría sido posible esto. Fueron ellas que, desinteresadamente, me confiaron su intimidad para ayudar a otras. Y eso sucedió».

Desde la publicación del libro, Luciana recibe a diario mensajes a su Facebook: «Uno que realmente me conmovió es el de una mujer de 26 años que fue adoptada y que quiso saber por lo que había pasado su mamá al no poder llevarla en la panza».

Por su parte, Avelluto, quien por más de 20 años se dedicó a contenidos editoriales, confesó incluso, haberse probado a sí mismo con este trabajo que incluye un tema «tan duro» y real como lo es la imposibilidad de concebir: «Creo que ayuda a derribar prejuicios. Me alegra haber podido colaborar desde mi rol, aunque en ese entonces ya lo no lo era, de editor».

Revista ANFIBIA

Maternidad a toda costa

Silvia bajó del avión en la ciudad de Puerto Iguazú aquella mañana de otoño preguntándose otra vez cómo había llegado a eso. Estaba parada en el aeropuerto, sola, con su bolso mínimo, como una aventurera que persigue un tesoro escondido, dispuesta a cruzar la selva esopotámica, aquel desierto de bruma verde y espesa que a estas alturas ya le resultaba familiar. Los turistas se agolpaban hacia un lado buscando los taxis y micros que los llevarán a las cataratas del Iguazú para disfrutar del relax de sus días de vacaciones. Ella fue hacia el lado opuesto, a la fila de los locales, de los trabajadores del aeropuerto y sus alrededores, a esperar el colectivo, rumbo a la ciudad de Andresito.

 

Era la octava vez que Silvia estaba en Misiones. Ya lo sabía. Se subiría al micro, atravesarían la selva por una ruta asfaltada con algunos tramos de tierra porosa y rojiza de la que solo hay en ese rincón de Argentina. Serpentearían la vegetación, subirían y bajarían por el camino y tal vez pararían en alguno de los puestos precarios en los que las familias de la zona venden chucherías y alguna artesanía de barro cocido. Se asomarían siete, ocho, diez niños descalzos, con ropa roída, a pedir galletitas, no monedas. Aparecería una mujer joven, desdentada, con un bebé a upa y otro apenas parado que tiraría de su vestido, y les diría que guardasen la comida porque debía durar hasta el día siguiente. Le ofrecería a Silvia algunas de las baratijas y le pediría ropa –por eso desde que empezó a viajar, siempre llevaba algo para darles–.

 

La mujer, petisa, de ojos negros, tal vez embarazada, esperaría a que los otros se alejasen, se le arrimaría hombro con hombro y le diría: “¿No te querés llevar a este?”. Extendería sus brazos y le ofrecería, como los sacerdotes mayas ofrendaban a los dioses en sacrificio, a ese bebé de ojos negros como los de su madre, de mirada apacible, casi despojado de ropa. Entonces Silvia respiraría hondo y reprimiría el impulso de agarrar ese cuerpito palpitante y salir corriendo.

 

Negaría con la cabeza. Miraría al suelo. Compraría alguna chuchería y seguiría viaje con el corazón destrozado. Sabía que eso pasaría, porque lo había vivido cada vez que había atravesado el monte misionero camino a Montecarlo, San Pedro, El Dorado, Oberá; a veces en auto, otras en micro, en la mayoría de los puestos era lo mismo. Sin embargo, esta vez el micro no se detuvo. Atravesó la selva de corrido. Pasó sembradíos de soja, café y yerba mate, y después de dos horas llegó a Andresito, una ciudad de veintidós mil habitantes3 y extrema pobreza.4 Allí, como en otros pueblos de la zona, los bebés, blancos y rubios por las colonias de inmigrantes alemanes, son como miel para los enjambres de aspirantes a padres de clase media y alta en estado de desesperación.

Cuando Silvia bajó del micro se dio cuenta de que hacía más frío del que esperaba y de que no llevaba abrigo. El vaho caliente del cemento y el monóxido de carbono de Buenos Aires habían resultado engañosos. Se arropó como pudo y encontró un hotel en el que instalarse, algo bien sencillo –no había otra cosa– en una calle poco transitada del radio por el que tenía que moverse. Después, con la dirección en la mano, fue a buscar a su contacto, a aquella mujer que había dado en adopción a una de sus hijas ocho años atrás. Esta mujer tenía una amiga que estaba embarazada de cinco meses y que estaba dispuesta a dar a su hijo. Dar, en estos casos,

es un eufemismo. El dato se lo había pasado una voz detrás del teléfono, un nombre estampado con su letra prolija en el cuaderno de contactos que las que están en ese baile llaman Red de madres en adopción, que no es una ONG sino una lista de personas que se aconsejan y se pasan datos, por ejemplo, de los procedimientos y los lugares para comprar bebés a otras mujeres, generalmente pobres.

 

Se estaba moviendo en el oscuro terreno de la ilegalidad. Entregar a los niños de manera directa es un delito; apropiarse de un niño, aun con el consentimiento de sus padres, también. Para eso existe la Justicia, que declara a los niños en estado de adoptabilidad, y el Registro Único de Aspirantes a Guarda con Fines Adoptivos (RUAGA), que concentra información nacional, y los registros provinciales. El sistema es tortuosamente lento.5 Tanto que muchas parejas se animaban a cruzar la frontera de lo legal y apostaban a que luego algún juez –con o sin dinero de por medio– les diera la guarda del niño que ya estaba en sus brazos, lo que a su vez incrementaba –aunque no es la única razón–6 la lentitud de las adopciones por vía legal.7

 

Después de dar algunas vueltas y pedir indicaciones, Silvia llegó caminando a la casa de su contacto, la primera mujer. Era una construcción sencilla, de madera, montada sobre pilotes. Se sentaron en una galería. Hablaron de cómo estaba, de cuántos hijos tenía (iba por el noveno), de qué necesitaba. La mujer le preguntó por la nena que hacía ocho años había entregado, por cómo estaba, por cómo era. Le dijo que la extrañaba. Se quedaron charlando y tomando mate. Silvia le entregó el paquete con ropa que había llevado para ella y el dinero pactado, que equivalía a un mes de un plan asistencial.

 

Ya estaba cayendo la noche en Andresito y Silvia empezaba a desesperarse por el frío, cuando llegó a aquella casa la segunda mujer con su panza de cinco meses. Estaba sola. Se acercó con desconfianza. Se saludaron. Silvia le preguntó si estaba segura de que quería dar a su bebé en adopción; la mujer le contestó que tenía una pareja nueva, que tenía otros hijos y que no podía con más. Que si no se lo daba a ella, se lo daba a otros. “¿Y vos qué querés?”, abrió la negociación. La mujer le pedía dinero para hacerse una casa. Silvia miró alrededor y calculó… serían unos siete mil, tal vez diez mil pesos. No, la casa que estaba pensando hacer, le dijo ella, era como la de su vecino y costaba diez mil dólares. Silvia tragó bronca.

 

Habían sido cuatro años de viajar por ciudades y pueblos de Entre Ríos, Formosa, Santiago del Estero, Corrientes y Misiones con su marido sentado al lado a cara de perro, mientras ponía peros con la intención de aportar la cuota de sensatez, de salvaguardar la legalidad de la adopción. Habían recorrido ciudades, pueblos y parajes: Federal, Santo Tomé, Posadas, Añatuya, Bernardo de Irigoyen, Goya, Puerto Esperanza… Al principio, llevaban su carpetita llena de documentación y los informes psicológicos y socioambientales autenticados por un escribano, y preguntaban por los registros de adopción de cada localidad.

 

Después, cuando se enteraron de cómo funcionaba el asunto, directamente iban a ver a abogados con olor rancio que decían tener resueltos los papeles y que les preguntaban cuánto estaban dispuestos a dar por un bebé. Algunos de estos buitres tenían familiares que eran dueños de clínicas donde muchas jóvenes pobres iban a parir los hijos que serían su moneda de cambio.

 

Una abogada que vestía traje sastre los atendió con su hija a upa, en su hotel con pileta, mientras pasaba las hojas del porfolio con las fotos de los lactantes y deslizaba que “esa de los ojos claros” ya estaba reservada, pero que si ellos la querían, lo podían conversar: “¿Para cuándo lo querés? ¿Para ahora? ¿Lo querés rubiecito?”, les preguntaba.

 

Así fue como Silvia había aprendido a negociar un bebé. Y con esa historia encima, puso sobre la mesa su contraoferta a la mujer embarazada en Andresito.

 

¡Pero vos facturás más que el último abogado que vi! Yo diez mil dólares no te puedo dar, pero te puedo dar tres mil, te puedo mantener hasta el parto… ¿Por qué no hacemos una cosa?: mañana a la mañana vamos juntas al hospital, te hacés todos los análisis para ver cómo está el bebé, cómo estás vos, y ahí vemos.

 

Había aprendido con el tiempo. A través de la Red de madres en adopción venía contactando a mujeres (matronas) que hacían de intermediarias con otras mujeres embarazadas, a médicos y a jueces que, lejos de escandalizarse, la hacían llamarlos con regularidad por si conseguían algo. “Están en tu lista de llamadas frecuentes; primero las hacés una vez al mes, después cada tres semanas y después todas las semanas, porque es lo único que te conecta con la posibilidad de ser madre.”

 

Silvia llegó al mundo de la adopción después de muchos años de negación de su reloj biológico y otros dos de graduales intentos con tratamientos de fertilidad. En algún momento soñó con tener cinco hijos. Pero sus decisiones fueron por otro camino. Había quedado embarazada tres veces a pesar de haber usado tres métodos anticonceptivos diferentes –diafragma, DIU y profiláctico–, con dos parejas enclenques a los 23, a los 26 y a los 35. Y las tres veces había decidido interrumpir los embarazos.

 

El segundo aborto, por un raspaje mal hecho, casi la deja fuera de combate; le había salvado la vida un pariente médico.8 A los 37 por fin conoció al hombre con el que quería formar una familia, pero su prioridad fue terminar de establecerse profesionalmente y conseguir una casa acorde.

“Nunca pensé en apurarme ni en que el factor tiempo podía ser un tema. Yo quería las cosas como las planeaba”, dice. Cuatro años más tarde, a los 41, cuando tres médicos especialistas le dijeron “Acá el problema es que vos sos vieja” y “Para vos los días son meses y los meses, años”, en lugar de apurarse con algún tratamiento se asustó y decidió tomárselo con calma. En su fantasía eso que le estaba pasando no podía ser real, esos tipos estaban locos, su cuerpo era un campo fértil.

 

Su marido era reticente a llegar a la paternidad por medio de un tratamiento, le parecía algo artificial (“De pronto le apareció un mormón en la cabeza”). Entonces empezaron con relaciones programadas durante un tiempo, pero no pasó nada. Le agregaron alguna estimulación ovárica. No hubo resultados. Se peleaban frente al médico, se agredían con violencia en terapia. Se decían:

 

–Vos no me dejás embarazada.

 

–Vos no te quedás embarazada porque estás vieja.

 

Después de un trabajo minucioso de persuasión, él aceptó probar con una inseminación. Convencerlo de que aportara la muestra de semen, de que se masturbara con ganas, aunque suene paradójico, era una odisea, casi tanto como llevar al centro de fertilidad la muestra en colectivo contra el pecho –como le había indicado el médico–, para que mantuviera la temperatura corporal y no se arruinara.

 

El día en que se inseminó, tenía que dar su primera charla frente a un auditorio y no se le ocurrió suspenderla. Ponía el cuerpo, hacía los deberes, pero seguía sin entender, sin procesar lo que le estaba pasando. Estaba como disociada.

 

Todo fue en vano. A sus 42 años, probaron el último escalón de los tratamientos: Silvia volvió a convencer a su marido; esta vez, de hacer un ICSI. Salía de sus clases –ella trabaja con el cuerpo–, se daba las inyecciones en la panza para estimular sus ovarios y volvía a entrar como si nada hubiera sucedido. Pero además de eso, desde que había empezado con esa carga hormonal extra, estaba irascible, iracunda, insoportable. Tenía picos de emociones descontroladas.

 

Explotó con violencia cuando el médico le avisó que estaba llena de microfolículos que no maduraban. Cuando le dijo, o al menos así lo recuerda, “se aborta el tratamiento”. Se fue del consultorio maldiciéndolo, dando un portazo, gritando que hasta ahí había llegado, que nunca más volvería a pisar ese lugar. Y sentenció: “Se acabó. Quiero adoptar”.

 

Silvia recuerda que en la época del viaje a Andresito, no había llegado a tener un bebé pero sí “una panza”. A través de un médico de Posadas, se había contactado un año antes con una pareja de adolescentes de un pueblo cercano que estaba ocultando su embarazo (la Fajadita le decía el doctor) y que quería dar al bebé en adopción. Con su marido le habían pasado dinero

durante cuatro meses al médico y a la chica para que estuviera bien alimentada, para que no le faltara nada; incluso viajaron cada mes para acompañarla a hacerse los estudios. La idea era reservar una cabaña y que, después del nacimiento, Silvia esperara ahí con el bebé hasta que le saliera la guarda. Ya habían contactado un abogado que se ocuparía del tema, ya habían organizado sus vidas. Pero unos días antes de la fecha del parto, el médico les dijo que había detectado un sufrimiento fetal, que el embarazo venía difícil. Silvia vio correr la película de su vida y desistió.

 

Aquella noche que pasó en vela, en Andresito, después de la negociación con la embarazada, cuando el frío en el hotelucho era como un susurro constante, pudo ver con cierta distancia todo lo que le estaba pasando.

 

No sabía lo que era tener un hijo pero lo quería. Volví destrozada. Es terrible. Terribles las ganas que tenés de ser madre, la frustración que tenés. Ves una panza y decís: “Conchuda hija de puta… abriste las gambas y te quedaste embarazada ¡y querés vender a tu hijo!”. Eso te pasa. Y por otro lado estás muerta: “¿Y cuánto es? Dámelo… dámelo. ¡Lo quiero yo!”, les decís. Ni loca le digo a alguien que haga esto. Es una desgracia.

 

A la mañana siguiente, en Andresito, la mujer embarazada le mandó un mensaje para avisarle que no podría ir temprano al hospital, que se sentía mal, que llegaría como a las diez. Silvia no lo pensó dos veces: agarró sus cosas y salió huyendo. Alcanzó a tomar el único micro del día que iba a Puerto Iguazú, y de ahí, el primer avión de vuelta a Buenos Aires.

Estuvo dos meses llorando, penando por los rincones, deprimida. Se lamentaba por no haberlo logrado. Se decía a sí misma que ese era su límite, que no tendría hijos, que nunca sería feliz.

 

Por esos días, una amiga le aconsejó que antes de dar vuelta la página probara con una ovodonación. Silvia no recuerda que ningún médico se lo hubiera sugerido. Había escuchado algo sobre el tema en la televisión, pero no sabía exactamente de qué se trataba. Decidió que no perdía nada y la semana siguiente ya tenía turnos con los directores de tres conocidos centros de fertilidad.

 

Ahí dije: “¡Esto es tener un hijo sin que medie la ley!”. Porque la sensación que te da cuando vas a adoptar es que no es algo que sucede íntimamente. Es algo por lo cual hay un montón de cuestiones y el pibe casi que se transforma en un objeto. A vos nunca se te pierde el deseo y entonces estás siempre como diciendo: “Este es mío; no, este es mío; no, es este…”. Sometida a los abogados, a la ley, al psicodiagnóstico, a la matrona… a ver si sos apta para adoptar o no; si sos vieja o no; si sos o no sos…

 

Su marido se oponía. Para él ya había sido suficiente. Sin embargo, aun a riesgo de romper la relación, ella siguió adelante e hizo las consultas sola. Incluso llegó a pensar en una embriodonación: en implantarse un embrión donado y disfrazar todo como si hubiera quedado embarazada naturalmente. Él aceptaría la mentira, aunque en el fondo se daría cuenta, pensó; sería algo que al fin les permitiría mirar para adelante. ¿Pero qué le diría a ese hijo cuando naciera? ¿Cómo podría mentirle sobre su identidad genética? ¿Quién se creería que después de siete años de búsqueda implacable, a sus 47, el embarazo hubiera sucedido por obra y gracia de la biología? Descartó la idea de la embriodonación y se abocó a intentar convencer a su marido. Y otra vez lo logró.

 

Hicieron el tratamiento con celeridad. El médico les avisó que buscaría una donante de óvulos con características físicas similares a las suyas. Ellos llevaron la muestra de semen y de esa fertilización surgieron diez embriones. “¡Diez embriones! ¡Diez posibles hijos! ¡Nosotros queremos uno y hay diez posibilidades!”, festejó.

 

Tomó unas pastillas para preparar su útero y su endometrio y el día de la transferencia pudo ver a través de una pantalla conectada a un microscopio los dos embriones “más guapachones”, los “más fuertes”, los que habitarían en su útero minutos después. Los recibió en un estado de éxtasis y se puso a empollar con las mejores posiciones de yoga que conocía para el embarazo, a moverse como pisando huevos, a reverenciar su pequeño altar con vírgenes, desatanudos, estampitas, budas, piedras, rosarios… todo tipo de talismanes que le habían ido regalando. Era la época de la psicosis por la gripe A, de los barbijos por la calle, y Silvia decidió encerrarse en su casa durante días para proteger el embarazo. Meditó, conectó con los segundos de vida de su hijo que ya estaba en camino…

 

Pero cuando pasaron las dos semanas y llegó el momento de la verdad, primero el test casero (gentileza de su ansiedad incontrolable) y unos días después el análisis de sangre anunciaron que no había embarazo. Entonces, descendió al infierno absoluto. Creyó enloquecer. Se sacudió todas las buenas intenciones, todos los angelitos del cuerpo, todas las bendiciones anticipadas, tiró su altar al tacho de basura y se convenció de que ya no podía hacer nada más frente al hecho de que no habría descendencia.

 

Ese mismo día, Silvia fue a la peluquería, se cortó el pelo al ras, se tiñó de rojo furioso.

 

“Si este pibe no quiere venir a este cuerpo, que no venga. Uso los embriones que quedan y se van todos a la puta que los parió. Se van todos a cagar. Yo misma me voy a cagar. Se acabó la historia de los hijos y todo”, se dijo a sí misma. Al ciclo siguiente, se hizo la segunda transferencia de embriones. Cuando el médico le explicó que de los tres que tenían para implantar había uno que era el mejor, que seguramente prendería y que tuviera fe, lo miró con desprecio. Solo deseaba terminar rápido con el trámite y dar vuelta la página.

 

Volvió a teñirse, esta vez de naranja; empezó a correr a diario (algo que en general está contraindicado en esa instancia); dio todo por perdido. Las dos semanas siguientes osciló entre la decepción y el esfuerzo de pensarse feliz sin hijos. El día clave llegó; era un martes. Esta vez, al mediodía, su marido la convenció para que hablara con el médico. Marcó el número y le entregó el teléfono. Después vino el protocolo del saludo y las palabras que le siguieron fueron: “Positivo, positivo”. Por unos segundos se desconcertó. Después pegó un grito, un alarido histriónico, gutural, descarriado de felicidad. Tiró el teléfono por los aires, abrazó a su marido, cayeron al piso y lloraron juntos.

 

El jueves Silvia ya se imaginaba con su hijo en brazos. Nada de esperar los tres primeros meses en los que hay mayor riesgo de pérdida. Estaba eufórica. Desde la mañana había empezado a contárselo a sus alumnos. Al mediodía escuchó un mensaje en su celular: “Llamame urgente”, decía su marido. “¿Urgente? Qué raro…”, pensó. Y discó con inquietud. La frase que siguió le puso su mundo patas para arriba, justo cuando pensaba que ya lo tenía bien agarrado y moldeado a su medida: “Me llamaron del registro de adopción de Capital por una beba preciosa de dos meses. Ni se te ocurra decir que sí”.

 

Se sentó. Se sentía aturdida. Era prácticamente imposible que en esa instancia le dieran un bebé. Era como ganarse el Quini 6. Sabía de parejas mucho más jóvenes que desde hacía añares esperaban ese milagro. Justo ahora que estaba embarazada. ¡Qué ironía! Había hecho una gestión años antes, a través de un conocido, con un alto funcionario de la Secretaría Nacional de Niñez,

Adolescencia y Familia… ¿Habría sido eso? Necesitaba ganar tiempo. Pensó. Impostó la voz y llamó al juzgado para avisar que estaba enferma, que no podría ir al día siguiente a la entrevista. Esa tarde fue a terapia: “¿Qué tengo? Cinco embriones congelados, un embarazo de quince días y una beba preciosa de dos meses. ¿Qué me importa si quería uno? ¡ahora tengo dos! ¿Qué mayor felicidad que esa? No tengo nada que pensar…”.

 

Había ganado una semana para convencer a su marido. Él, nueve años mayor, sentía que era una presión económica, que ya era grande para criar a dos hijos, que no iba a poder, que no iba a conocer al novio de la nena…

 

–¿Y mirá si no llego al cumpleaños de 15? Y la nena se va a quedar sin padre de chica…

 

–Y si es así, es mejor que sean dos. ¿Y quién te dice cuánto vas a vivir? A mí se me murió mi viejo cuando tenía 9. Y si los criamos con amor… nosotros nos merecemos dos, tres, cuatro, por el tiempo, por la frustración, por el dolor de todo lo que atravesamos. Entonces, si esto viene así, ¡tomémoslo como tomamos todo!

Siguieron tres días de peleas que terminaban en llantos. Hasta que el domingo al mediodía, él, que nunca cocinaba, preparó pastas caseras, abrió un buen vino y le dijo que si era lo que ella quería, se embarcaría en la aventura de criar a dos bebés casi mellizos a sus 56 años.

 

Al día siguiente, las miradas rígidas de la jueza, de su secretario, de la asistente social y de la psicóloga del RUAGA se posaron sobre ellos. “¿Cuándo la bautizás?”, recuerda Silvia como una de las primeras preguntas que le hizo la jueza, a la que siguieron otras sobre sus vidas y, meses después, más entrevistas en las que usaría siempre ropa bien holgada para disimular a Felipe que iba creciendo dentro de su panza.

 

La progenitora, le contaron, era una chica que había llegado hacía poco de un país limítrofe, que había tenido a su hijo en un hospital de la Ciudad de Buenos Aires e inmediatamente había pedido darlo en adopción. Un íntimo amigo de Silvia –supo después– se había encontrado por la calle con la jueza, había reactivado el antiguo vínculo y cuando tuvo la suficiente confianza, le pidió que los favoreciera en la próxima adopción. “Escribilo bien clarito: en este país bananero, todo se consigue por contactos”, conmina ahora Silvia con su índice filoso, mientras acomoda su cuerpo torneado y sus 51 años escondidos en alguna parte. Aquel día, al terminar la audiencia, fueron a buscar a la beba a un hogar de la calle Pavón. Después de firmar todos los papeles y de recibir un cuaderno con información médica y otras observaciones, los condujeron a una gran sala llena de cunas, de bebés y de algunos nenes chiquitos que ese día no tendrían la misma suerte. A Silvia se le nubló la vista. Pánico, felicidad, pena, angustia, pánico, ansiedad, felicidad. Habría preferido que se la trajeran a sus brazos en un ambiente más íntimo. Miró una cunita; esa no era. La cintita era celeste. Un bebé de meses le estiró la manito, otro se paró en la cuna y balbuceó. Y mientras ella intentaba reaccionar, la trabajadora social la tomó del hombro y la condujo al fondo, al borde de una cuna con barandas despintadas, le mostró un cuerpito desparramado con la vista fija en el techo y le dijo: “Esa es tu hija. Agarrala”.

 

 

3. Según datos del censo de 2010 realizado por el Indec.

 

4. Solo un 2,6% de los hogares del departamento de General Manuel Belgrano, al que pertenece Andresito, tienen acceso a la red cloacal (véase <www.censo2010.indec.gov.ar>).

 

5. Hasta el cierre de este libro, la entrega de un bebé en adopción podía demorar hasta diez años. Con la sanción del nuevo Código Civil (que entró en vigencia el 1◦ de agosto de 2015) se estableció un plazo máximo de ciento ochenta días para que la Justicia resuelva la situación de los bebés y niños a fin de evitar que continúen viviendo en instituciones asistenciales (porque, con la edad, disminuyen sus chances de ser adoptados). Esta sanción se supone que agilizará el procedimiento del sistema.

 

6. Hasta la sanción del Código Civil de 2014, la Ley de Adopción establecía que si algún familiar directo (los padres, un abuelo o un tío) visitaba al niño al menos una vez por año en la institución asistencial, este no podía ser declarado en estado de adoptabilidad. Miles de niños que por distintas razones –violencia, pobreza, abandono– son separados de sus progenitores crecen en hogares de tránsito, como en un limbo. Los jueces sostienen que muchos casos son complejos, que hay que agotar las instancias de revinculación con la familia biológica y que no pueden apurar sus decisiones. Todos los actores –las ONG, la Justicia, el Estado y los defensores de menores– están de acuerdo en que, en la práctica, los tiempos son excesivos. Y que esto a su vez promueve la industria de venta de bebés, ese mundo en el que los niños son objetos de intercambio.

 

7. El nuevo Código Civil prohíbe expresamente que las entregas directas y las guardas de hecho terminen en una adopción.

 

8. Los abortos son la principal causa de muerte materna, según estadísticas de 2015 del Ministerio de Salud de la Nación.

Radio Metro (Andy Kusnetzoff)

Radio Continental (Victor Hugo Morales)

Radio Continental (María O´Donell y Claudia Piñeiro)